martes, 20 de diciembre de 2016

Reclusos

"Vamos, tenemos que intentarlo, hace diez años que estamos acá" me dijo mi compañero. Efectivamente, ya hacía diez años que estábamos ahí, a poco más de cincuenta metros por encima del suelo, sufriendo la llamada "condena ejemplar".

Punto de quiebre

Había una chica llorando en la entrada de un negocio abandonado. Flaca, con piernas largas, y flequillo recto. Al costado, en el escalón sobre el que estaba sentada, yacían sus gafas (de esas que ahora están de moda). Según parece, se las había quitado para poder taparse el rostro mientras sollozaba.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Cenizas en la cerveza


Era la fiesta o reunión en la casa de un chabón que me cae bien, pero que no ubico demasiado. La música estaba a un volumen normal, se podía hablar tranquilamente. La piba fumaba sola.

viernes, 2 de diciembre de 2016

"¿Por qué salís con un golpeador?"

Hace unos cuantos años, cuando todavía cursaba la secundaria, me hice amigo de una chica. No sé si amigo es el rótulo. Era de esas relaciones en las que no sos simplemente un conocido, pero tampoco cumplís con los requisitos para ser llamado “amigo”. Estaba en ese limbo donde descansan los que no alcanzan la plenitud del vínculo, pero tampoco perecen fácilmente en el olvido. De cualquier manera, yo sí la consideraba mi amiga.

domingo, 24 de julio de 2016

Ástrid - Parte 18 (Final)

Adiós, Ástrid






Crucé la calle para buscar a Ástrid, pero no la encontré. Me asomé en dos restaurantes, pero tampoco estaba ahí. Caminé dos o tres veces por la misma cuadra, ida y vuelta, a paso muy ligero, mirando también la vereda de enfrente.
Desesperado y con el pulso a punto de reventarme el pecho, rodeé la manzana completa al trote, y encontré a una chica vestida de negro esperando el colectivo. Me acerqué lo más rápido que pude, porque justo venía el transporte público. Pero no, no era ella.

Frené, suspiré, y decidí volver a la entrada de mi trabajo, sin tomarme licencias en el apuro.






De vuelta en el punto de partida, me apoyé contra la pared, saqué el celular, y la llamé. No atendió ninguna de las tres veces, por lo que le mandé un mensaje preguntándole dónde estaba. Esperé unos minutos, pero... nada. El tiempo pasaba en la pantalla de mi teléfono, pero no recibía ninguna contestación. En la cuadra no aparecía Ástrid, y en mi cabeza todo se derrumbaba estrepitosamente.

¿Por qué no miré bien antes de salir del trabajo, de manera tal que pudiera haber evitado cruzarme con Helena? ¿Por qué no fui más cauteloso? ¿Por qué simplemente no le negué el beso y seguí mi camino?

Ya se había hecho de noche en la ciudad, y tuve un poco de frío. Crucé y me senté dentro de uno de los restaurantes que había revisado previamente, como para poder observar desde la ventana la entrada de mi oficina. La moza, vestida de negro, notó mi ansiedad, y me preguntó si necesitaba un vaso de agua. Le agradecí, y acepté su propuesta, tras lo que también le pedí un café.

Estuve una hora sentado ahí, pero Ástrid no apareció. Tampoco respondió mis subsiguientes mensajes y llamadas. Incluso revisé su perfil en Facebook, pero no había ninguna noticia.
Empecé a creer que, quizás, le había pasado algo grave, y que por eso no tenía su celular a mano. Al fin y al cabo, Ástrid era siempre puntual, y podría haber mil razones por la cual no pudo llegar. No necesariamente tuvo que haber sido ella la chica de negro que esperaba enfrente. Quizás era una camarera tomándose un descanso, o alguien que simplemente detuvo su marcha unos instantes.

Aun así, no podía sacarme la pregunta de la cabeza: ¿Y si efectivamente había visto a Helena darme un beso?

Eventualmente, me fui del restaurante, y me acomodé en mi casa. Todavía tenso, pero menos que antes, volví a escribirle a Ástrid, pero sólo sirvió para acumular más mensajes míos sin responder.

Intenté encontrarla durante las semanas que siguieron.

Al principio le enviaba mensajes por distintas vías todos los días, y luego la llamaba. Pero nunca obtenía respuesta. Luego averigué cuál era el número de teléfono del lugar donde trabajaba, y llamé a la oficina preguntando por ella. Para mi sorpresa, me contestaron que Ástrid había renunciado. Les pregunté si sabían algo más, pero no, les pasó lo mismo que a mí: la perdieron repentinamente.

A esa altura, ya no sabía dónde más buscarla, porque no conocía a nadie que tuviera algún dato de ella, ni tampoco estaba al tanto de los lugares que frecuentaba más allá de su trabajo, si es que había alguno en particular.
En algún momento, busqué la dirección del edificio en que vivía. No tenía la certeza que realmente fuera ese lugar, puesto que en Internet aparece mucha información que no es real pero, por las dudas, pasé tres tardes en la entrada, esperando cruzármela. Tampoco lo logré.

Finalmente, llegó un punto en el que me sentí raro haciendo todo esto, y desistí. Y así, nunca más supe de Ástrid.

Con los meses, mi relación con Helena fue creciendo, y nos vimos con más frecuencia. Mis amigos celebraron esto, naturalmente. No sólo era una chica muy linda, sino que se llevaba muy bien con ellos.
Así fue como comenzamos a salir todos juntos en grupo, y nos divertíamos muchísimo. Helena era fresca y amigable, y no tenía inconvenientes en seguir la corriente ante cualquier situación.

"Nunca podría haber hecho esto con Ástrid", pensé infinidad de veces, como tratando de contentarme a mí mismo, jurándome que este destino fue indefectiblemente mejor... pero no siempre me lo creí.
Es que, por supuesto que no podría haberlo hecho con ella, porque Ástrid podía ver algo que yo nunca terminé de animarme a observar. En su mirada se leían certezas en relación a otras personas, y creo que por eso no se permitía sentirse incómoda.
Ástrid no soportaba estar donde no quería, ni creía tener la obligación crear vínculos contra su voluntad. No le importaba que no querer "integrarse" le costara vivir en soledad.
Esto me quedó más que claro en mi fiesta de cumpleaños, cuando prefirió irse a fumar adentro antes que quedarse escuchando lo que mis amigos y compañeros charlaban.
Ese día realmente intentó volver a ser parte de un mundo que había abandonado, el mismo que yo habito, y del que intenté salir a través de ella. Pero nada la incitó a quedarse ahí, nada de eso era de su interés y, al final, tampoco lo fui yo.

Nunca había conocido a una chica como Ástrid, y quizás nunca la vuelva a conocer, pero en mi cuerpo dejó algo imborrable. Y ahora soy yo el que está lleno de dudas. Ahora soy yo el que no sabe qué hacer.
















martes, 28 de junio de 2016

Ástrid - Parte 17



La vereda de enfrente


Finalizada la llamada, atendí el timbre y le avisé a Helena que enseguida le abría, pero me dijo que justo ingresó alguien al edificio y que entraría a la par de esa persona, así que no era necesario que yo bajara para darle la bienvenida. Sólo tenía que esperarla en mi casa.

Ástrid - Parte 16



Sueños y despedidas


Ese lunes, antes de salir al trabajo, envié un mensaje a Ástrid a la mañana, para desearle que tuviera un buen día. Pasó toda la jornada laboral, y no obtuve respuesta alguna. De hecho, me aparecía que ella había visto lo que le escribí pero, aparentemente, mis palabras no ameritaban que ella me contestase.

domingo, 26 de junio de 2016

Ástrid - Parte 15





Mundos enfrentados


Mientras miraba el colectivo alejarse, mi cuerpo rebalsaba de emoción, no podía estar más feliz. Ástrid finalmente se estaba abriendo a mí, más allá que fuera lentamente.

martes, 14 de junio de 2016

Ástrid - Parte 14




"Pensar demasiado"

Cuando terminé de leer el mensaje, me sentí un poco aliviada. Tras una noche de recuerdos y planteos peligrosos, unas palabras tiernas pueden hacerte sentir un poco mejor, aunque no representen más que una breve caricia.
El problema es que, si las caricias son sobre heridas abiertas, lo único que puedo transmitirle al otro son vestigios de mi dolor. Y yo no quiero dañar a nadie. ¿De qué valdría abandonar mi soledad para hacerle mal a un tercero? Esa no es forma de vivir. No la que yo quiero, al menos.

viernes, 3 de junio de 2016

Ástrid - Parte 13






El mensaje


Mientras el taxi continuaba su marcha, y las luces de los faroles se sucedían fugazmente, no podía sacarme de la cabeza una pregunta que me perseguía desde chica: “¿Por qué no hay relojes en la calle?”.
Desde que tengo memoria, apenas habré visto un par de relojes erigidos en la vereda. Irónicamente, ninguno de ellos en hora. De hecho, una vez le pregunté a mi mamá por qué prácticamente no se veía ninguno en la calle. “Ni idea, hija, ¿para qué querés relojes en la vereda?”, me contestó.

jueves, 26 de mayo de 2016

Ástrid - Parte 12


Respuestas implícitas

“Podemos vernos mañana si querés”, fue lo único que decía la respuesta de Ástrid. Casi sin dilación, le contesté que sí.

-¿Querés que nos juntemos a desayunar? -preguntó, dejándome un tanto sorprendido por su iniciativa en la propuesta.
-¿A desayunar? Bueno… me vas a hacer madrugar -contesté, intentando no poner signos de exclamación ni cosas por el estilo, para que notara que el mensaje que le había mandado cuando desperté iba en serio.
-Bueno, después te digo bien dónde -dijo, y no le escribí más.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Ástrid - Parte 11

El día después de anoche 


Luego de enviarle el mensaje a Ástrid, salí de la habitación y pasé al baño. Cuando terminé, fui hasta la cocina, y me encontré con Martín, que estaba limpiando algunas cosas.

-¿Y? ¿Te gustó el cumple que te armamos? -me preguntó.
-Sí, la verdad que todos se portaron de diez -aseguré.
-Qué bueno. Che, ¿querés tomar un café o algo? Yo recién me hice uno.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Ástrid - Parte 10

El coraje de la resignación


Apenas Ástrid se alejó unos metros, atiné a susurrar su nombre, pero no me salió la voz. Tenía una mezcla de emoción y confusión. Sí, nos dimos un beso, pero algo había fallado.


Volví al departamento con una fuerte sensación de inseguridad, y mis amigos lo notaron. El grupo que abandoné para escoltar a Ástrid hasta la entrada del edificio ya se había disgregado, así que me quedé con mis amigos más cercanos en la cocina.


viernes, 22 de abril de 2016

Ástrid - Parte 9

La carta de Ástrid



Fui caminando hasta la avenida, y tomé un taxi, mientras no podía dejar de pensar que ese beso había sido mi culpa. Fui yo la que aceptó ir a su cumpleaños, fui yo la que lo coqueteó, y fui yo la que no le corrió la cara. ¿Y ahora qué va a pasar? Si a mí nada de esto me importa, si en esta vida que llevo hace rato que no hay lugar para ingenuos del enamoramiento.

martes, 19 de abril de 2016

Ástrid - Parte 8

Una experiencia única


Ástrid llegó vestida de negro, calzando zapatillas azules. Su pelo negro brillaba a la luz de los faroles, y en su mano reposaba un cigarrillo. Abrí la puerta y me saludó:

Ástrid - Parte 7

Celebrando la supervivencia


Ástrid no me escribió la mañana siguiente.


Me levanté a las 8 para estar atento al celular, pero nunca sonó por algún mensaje de ella. En un momento pensé que quizás se había quedado dormida, así que tomé el celular para llamarla, pero desistí. No me hubiera traído buenos resultados hacerlo.

Ástrid - Parte 6

¡Mirá las preguntas que hacés!


Quedarme sin respuestas fue lo peor que pudo pasarme frente a Ástrid. Sentí que me pasó por arriba con sus palabras pero, independientemente de las formas, su argumento era muy sólido: ¿Por qué pasaría tiempo conmigo, si yo efectivamente no la entiendo?

Ástrid - Parte 4





Desprendiéndome de mí


Mi mamá me nombró Ástrid por su significado: “Belleza divina”. El nombre tiene raíces muy antiguas, según me contó, por lo que su origen no se sabe con claridad. A veces me gustaría ser como mi nombre, y olvidar de dónde vengo. Pero no puedo borrar mi historia.

Ástrid - Parte 5

¿Hacia dónde vas?


Conocí a un chico por Internet.

Ástrid - Parte 3







Entre la soledad y el perdón


Ástrid llegó justo a la hora que habíamos quedado. Estaba vestida completamente de negro: zapatillas, pantalón, y camisa. Todo del mismo color. La saludé:

-Hola. Parecés moza vestida así.
-Puede ser -dijo, sin prestar mucha atención- ¿Cómo estás?
-Bien, tenía muchas ganas de verte -contesté.
-Sí, me habías dicho ayer.

Ástrid - Parte 2







Sentir por un instante



“¿Cómo estás?”, fue lo primero que atiné a enviarle, tras dos días de no recibir respuesta a mi anterior mensaje. Recién una hora después, replicó un básico “Bien, ¿vos?”.
Ástrid siempre tardaba muchísimo en contestarme, y me enfermaba, porque yo sabía que ella no estaba haciendo nada importante. Después del trabajo no tenía ninguna otra responsabilidad, por lo que tendría que estar disponible para responderme con cierta velocidad.

Ástrid - Parte 1



Ástrid





Escrito por 
Tomás Bitocchi







¿Quién es Ástrid?


Conocí a una chica por Internet.
Vive sola en un monoambiente en Capital, trabaja 8-9 horas por día, fuma menos de un atado por día y se toca el pelo con frecuencia. No sé si está teñida o si realmente su pelo es así de oscuro, pero me parece que le queda muy bonito. Su nombre es Ástrid.

martes, 8 de marzo de 2016

"¿Por qué salís con un golpeador?"

Hace unos cuantos años, cuando todavía cursaba la secundaria, me hice amigo de una chica. No sé si amigo es el rótulo. Era de esas relaciones en las que no sos simplemente un conocido, pero tampoco cumplís con los requisitos para ser llamado “amigo”. Estaba en ese limbo donde descansan los que no alcanzan la plenitud del vínculo, pero tampoco perecen fácilmente en el olvido. De cualquier manera, yo sí la consideraba mi amiga.
De pequeña había sido obesa, y así pasó los comienzos de su adolescencia en el colegio, entre cargadas y cuestionamientos de sus padres, que la increpaban por su estado físico. Ella siempre decía que no estaba “tan gorda”, y que no merecía que la trataran así por su aspecto. Yo siempre creí que tenía razón.
Durante su adolescencia tuvo un novio fanático del boxeo, que era conocido mío. El chico era gentil con ella al principio, pero luego se volvió ¿inestable?
Resulta que, a pocos meses de empezar a salir, él empezó a preguntarle por cada persona con la que ella hablaba. “¿Quién es ese?”, “¿Quién es el otro?”, y otras preguntas de esa estirpe abundaban en su relación. En esa época regía el MSN como chat por excelencia, y el Fotolog como red social preferida. Ambos eran absolutamente monitoreados por su novio.
¿Qué hacía este muchacho cuando veía que mi amiga se llevaba bien con un chico? Bueno, primero le decía a ella que se alejara y, si no aceptaba, amenazaba al muchacho en cuestión. En cualquier caso, ella siempre terminaba sola.
Aun así, conservaba un grupo de amigas, que se juntaban con frecuencia, ya sea en una casa o un boliche. Vale mencionar que el novio siempre estaba en esas reuniones y salidas. Cuando no podía asistir, la asesinaba a mensajes de texto y llamadas a lo largo de la noche.
Un año antes de terminar el secundario, mi amiga se separó de este chico. Él amenazó con suicidarse, pero no lo hizo. Fue entonces cuando ella y yo nos hicimos más cercanos.
El último año del colegio transcurrió para la chica con mucha soltura. Volvió a hablar con la gente que su ex novio le prohibía, renovó positivamente los vínculos con sus amigas, y empezó a vislumbrar su futuro universitario. De paso, también bajó de peso.
La universidad cambió su perspectiva, conoció movimientos políticos, ideas nuevas, frescas y revolucionarias. Una compañera de ella le dijo que tenía que “hacerse respetar”, frente a los hombres. “Se supone que tienen que ser nuestros compañeros, no nuestros dueños”, le explicó, y así su cabeza dio un vuelco total.
Mi amiga era hija de un matrimonio inestable. Su padre, cuando tenía 35 años, había contratado a una empleada doméstica 14 años menor que él. Al principio fue una relación laboral pero, tiempo después, se convirtió en un amorío, que derivó en embarazo. Ninguno de los dos pensó en abortar, puesto que ambos aseguraban estar “enamorados” y “felices” por tener un hijo.
Sin embargo, apenas nació su hija, se separaron.
Durante los primeros cuatro años de vida, la madre crió sola a su hija, pero luego volvió a estar en pareja con el padre. Desde ese entonces, él la golpeó cada vez que se le antojó.
Cuando tenía 7 años, fueron de vacaciones a una cabaña en la costa durante un verano y, al parecer, todo fue desastroso. Me contó que su padre golpeó a la mujer cada día de esas vacaciones. A veces porque la mujer olvidaba comprar algo para la cena, y en ciertas ocasiones porque sentía que andaba “mostrando mucho” en la playa. Mi amiga se escondía, y buscaba no intervenir.
Con el paso de los años, los golpes del padre a su madre se hicieron menos frecuentes, pero los recuerdos aplastaron cualquier aprecio que ella pudiera tener por su progenitor. Nunca había encontrado respaldo para detestarlo, debido a que las figuras paternas suelen ser sagradas, hasta que se topó con esa fresca corriente de pensamiento en la universidad.
Lamentablemente, su estadía en la facultad duró un año, debido a que decidió cambiar de carrera, para pasarse a estudiar idiomas en un instituto privado.
Durante esos años, nuestra relación se fortaleció, aunque no nos veíamos mucho. Ella me contaba muchas cosas, y yo también le decía mucho sobre mí. Cada tanto salíamos a caminar por el parque, y a veces íbamos a la reserva ecológica.
Ella amaba los gorriones. “No cantan lindo ni hacen vuelos extravagantes, pero siempre están entre nosotros. Las cosas más lindas están entre nosotros, todos los días”, me dijo una vez, y mi alma plasmó el recuerdo. Hay recuerdos que se tienen en la mente, y otros en el alma. Los primeros están llenos de sonidos, aromas, e imágenes. Los segundos, en cambio, traducen estos aspectos en sensaciones. Yo recuerdo cómo se sentía estar con ella, pero ya su rostro y su voz me parecen difusos.
Una vez que empezó cursar en este instituto, conoció a un chico al que ella calificaba de “sencillo”. No se esmeraba en usar ropa variada, tenía el pelo bien cortito, y amaba pasear en bicicleta y fumar porro. En su momento creí que era sarcasmo, pero no, él realmente amaba esas dos cosas. ¿Y por qué no? pensé, ¿qué tendría de malo apasionarse por eso?
La relación entre ellos dos avanzó rápido, y parecía prometedora. Ella se la pasaba de buen humor, y él le hacía regalos cada vez que se veían, recordándole su amor en cada oportunidad.
Este chico había estado en el ejército durante un año. Su padre lo había impulsado a entrar, porque decía que veía en él “un gran servidor a la patria”. La verdad es que nunca entendí cómo entró ni qué tuvo que hacer para lograrlo, pero sí sus penurias durante su estadía.
A lo largo de ese año en el mundo de la defensa nacional, el muchacho fue abusado en reiteradas ocasiones por sus compañeros. A veces de a uno, y otras en grupo. Lo castigaban por “ser puto”, aunque este muchacho no se autodenominaba homosexual, ni tampoco había tenido deseos de estar con un hombre alguna vez. Él insistió en explicarles eso a sus abusadores, pero no surtió ningún efecto.
Poco antes de terminar ese año fatídico, su padre falleció y, tras una larga charla con su madre, abandonó el ejército. Mi amiga lo conoció un año después de esta experiencia.
Pasados casi 10 meses de relación, y a pesar del buen comienzo, el jovencito empezó a montar ataques de celos, a lo que mi amiga respondió con una entereza que nunca antes le vi: “Yo no tengo por qué darte explicaciones”, le dijo, fulminante.
Al principio, él pareció entender, pero no pasaron ni 24 horas, que volvió con los mismos planteos, y la obligó a mostrarle sus conversaciones.
La semana siguiente la chica vino a mi casa, pero a su novio le dijo que iba a lo de su abuela. Nos quedamos tomando y conversando, hasta que le consulté por qué seguía con él.
“Es buen chico”, me contestó, y le pregunté si no creía que merecía estar al lado de alguien que la respetara. “Vos das para más, este chico te limita todo el tiempo. Te está pasando lo mismo que con el anterior…”, le dije, con algo de ingenuidad en mi voz, y un poco de preocupación. Me contestó que iba a replantear su situación, pero que no aseguraba nada.
Un par de semanas más tarde, ella lo dejó. Lo hizo por teléfono, porque quería evitar la confrontación cara a cara. Él se lo tomó con tranquilidad, y dijo que entendía sus argumentos. “Espero que podamos ser amigos”, remató, y colgó la llamada.
Esa misma noche, el muchacho fue al departamento donde vivían mi amiga y sus padres. Eufórico y a los gritos, arrojó varios piedrazos al vidrio de portería, abriendo algunos agujeros en el mismo, donde quiso continuar el destrozo con sus manos desnudas, provocando cortes en su palma y sus dedos. Al no poder destruir el frente por completo, usó la sangre que brotaba de sus manos como tinta para escribir “te amo” en lo que quedaba de vidrio.
Al día siguiente, la madre del muchacho llamó por celular a mi amiga para decirle que era una “puta”, que se estaba “cogiendo a todo el mundo”, que su hijo era un “gran hombre” y que se lo estaba perdiendo. Tras este llamado, mi amiga habló con su madre, y le preguntó por qué pasaba todo esto, por qué no podía elegir separarse de un chico sin que hubiera consecuencias de este tipo, o que le echaran la culpa. Su madre le contestó que a veces hay que “resistir por amor”, porque si no “todo se va de las manos”.
Días después me junté un par de horas con ella, me contó lo ocurrido.
Me sentí convulsionado por el relato de su ruptura pero, al mismo tiempo, esperanzado. Si bien había sido una catástrofe, ella había logrado romper sus cadenas. El tipo, después del colapso, no la molestó más, y ahora tenía el futuro despejado en el campo amoroso. Sin fantasmas, sin abusos.
Tras esta conversación, no hablamos durante un largo tiempo y, de alguna manera, le perdí el rastro. Por eso mismo me llamó doblemente la atención enterarme que cerró su Facebook.
Le escribí al Whatsapp para preguntarle por qué lo hizo, y me dijo que la red social la desconcentraba mucho, y que le estaba complicando estudiar para las materias.
Le creí, porque tenía sentido, porque parecía verdad. Pero así como la verdad no siempre es creíble, lo creíble no siempre es la verdad.
Tiempo después noté que no sólo había cerrado su perfil, sino que también me había bloqueado del Whatsapp. Intenté llamarla, pero no atendió. Yo no conocía a sus padres, y apenas si tenía a una amiga de ella en Facebook, a la que le pregunté si sabía algo, pero me juró que no estaba al tanto.
Tan sólo un día después de mis interrogaciones, me llegó un mensaje privado de mi amiga, desde su Facebook. Para cuando abrí el mensaje, ya lo había cerrado de vuelta. No me aparecía su nombre, pero supe que era ella porque el historial de conversaciones no había sido borrado.
El mensaje era larguísimo, y no era ella la que escribía, era un hombre, un nuevo novio, que me amenazaba de muerte si intentaba rastrearla. Un mes después me llegó otro mensaje, pero no era desde el perfil de mi amiga, sino del de este tipo. Hice a tiempo a guardar su nombre, pero enseguida me bloqueó. Otra vez, como era de esperarse, me amenazaba.
El sujeto era boxeador, igual que su primer novio, y eso es todo lo que pude averiguar de él, puesto que ella ya había caído profundamente en el agujero negro que pergeñan los abusivos, ese que aparta a la víctima del mundo, volviéndola una sombra más.
Nadie supo qué pasó durante mucho tiempo, hasta que por fin hubo una noticia.
Su primer novio, conocido mío, me escribió para preguntarme hace cuánto no hablaba con ella. Me llamó la atención, ¿por qué, después de tantos años, me escribía para eso? Por las dudas, no le di todos los detalles, sólo le comenté que hacía mucho no me podía comunicar.
Entonces, le repregunté hace cuánto él no hablaba con ella, y me respondió que eso no importaba, porque había aparecido muerta.
Me quedé helado. No creí que pudiera pasar. De alguna manera, siempre tuve la esperanza de que mi amiga se borrara de esa pareja enfermiza y de la que tan poco sabíamos todos, pero no pudo ser.
Se enteraron de su muerte porque los vecinos de su novio llamaron a la policía cuando escucharon gritos y golpes. Al parecer, el tipo le desfiguró la cara porque ella había llegado a casa a la madrugada, sin avisarle a dónde había ido. Estaban conviviendo hacía cinco semanas, según contaron los testigos.
La sorpresa fue general, los padres no hablaban con ella desde que había dejado la casa, y las amigas le habían perdido el rastro. Nunca se supo a dónde fue esa trágica madrugada, porque su celular no apareció, y su novio escapó luego del asesinato.
Los amigos del homicida dijeron que él era “buen chico”, que era imposible que hubiera matado a alguien. “Ella era re problemática”, salió a decir la hermana del tipo, mientras que su madre aseguraba que los vecinos “inventaron” la pelea que acabó con la vida de la chica, y que con “escuchar gritos” no alcanza para acusar a alguien de homicidio.
Mi amiga no tuvo funeral. No sabemos si la cremaron, si está en una morgue, o si la enterraron a escondidas. Sus padres no se contactaron con nadie después de enterarse del hecho, por lo que el destino de su cuerpo, una vez más, quedó condenado por el silencio.
El día que me enteré de su muerte estaba con mi novia, hoy ex, que me preguntó por qué estaba llorando. Le conté que mis lágrimas eran porque un novio golpeador había matado a una amiga mía. Tras un abrazo inicial de contención, tomó distancia y, con algo de soberbia, me dijo: “¿Y para qué estaba de novia con un golpeador? Ella sabía que esto podía pasar”.
La miré con odio, contuve mi respuesta, y lloré más fuerte.

jueves, 25 de febrero de 2016

El veto del azar

De un momento a otro, todo se volvió un desastre. No sé cómo ni por qué, pero son cosas que suelen pasarte cuando tu vida parece ordenarse, justo en el momento que sentís que estás por alcanzar la luz al final del camino, esa que te hace de anzuelo cada día de tu vida.
Ayer me pregunté si todo lo que no percibo realmente existe, y enseguida pude comprobar que sí. Cada paso de la gente en el mundo mueve un poco la Tierra, cada acción ajena puede (y quizás tiene) injerencia en nuestro destino. No ese destino predeterminado que se inventó para desligarnos de responsabilidades y sentirnos más cómodos con el resultado de las cosas, sino el que intentamos controlar de tantas maneras: mirando a los costados antes de cruzar; estudiando una carrera; haciendo nuestro trabajo según nos lo pide un jefe; ahogando las lágrimas; diciendo la verdad; mintiendo; y omitiendo. De ese destino, a diferencia del que ya está escrito, tenemos que hacernos cargo.
En ambas formas de concebir nuestro futuro existe el azar. Sólo que uno lo propone como el as de espadas para lograr la expiación, argumentando que "si tuvo que pasar, fue porque así debía ser", y vos la culpa no tendrás; y el otro lo ubica como la última pieza del yenga, esa que te desarma la torre ruidosa y contundentemente, provocando que todo tu esfuerzo previo haya sido inútil. En ese caso, el azar tiene poder de veto, y rara vez es una figura novedosa o poco conocida en tu vida: casi siempre es un fantasma del pasado que, si no quiere que triunfes, no triunfarás, y esa tan ansiada luz jamás conseguirás.
¿Y para qué queremos llegar a ella, al fin y al cabo? Como humanos que somos, tan fácilmente negligentes, nos hacemos creer que ese luminoso final del camino nos dará la gloria de la satisfacción. Sin embargo, todos sabemos que, una vez que el pez muerde el anzuelo, sólo alcanza la luz de la superficie para morir.