Desprendiéndome de mí
Mi mamá me nombró Ástrid por su significado: “Belleza divina”. El nombre tiene raíces muy antiguas, según me contó, por lo que su origen no se sabe con claridad. A veces me gustaría ser como mi nombre, y olvidar de dónde vengo. Pero no puedo borrar mi historia.
Se supone que no debería decir esto, pero la realidad es que mi mamá fue siempre una pusilánime. Así la criaron, y así quiso seguir siendo. Era de esas mujeres que traen hijos al mundo para hacerlos sufrir, al mismo tiempo que se martirizan por su condición de madres.
“Yo no elegí nacer, mamá. Todo lo que te molesta de mí también es culpa tuya”, le dije una vez, en respuesta a un insulto suyo, y me pegó una cachetada. Mamá era estúpida, pero no se daba cuenta. De hecho, ella siempre se sintió una mente superior. Pero yo me pregunto, ¿qué mente superior gasta su vida en un marido enfermo de poder, y en dos hijos a los que no quiere hacer felices?
Sin ir más lejos, mi hermano se fue hasta Dinamarca para no estar cerca de ella, y yo me fui de mi casa apenas pude. Nunca supe qué quería para mi vida, hasta que me borré definitivamente de lo que llamaba “hogar”.
Aun así, me puse muy triste cuando se suicidó. La imaginé en su casa, sola, con su marido preso, y sin ningún sueño por alcanzar. Desde que murió, todos los días agarro mi celular y reviso un mensaje de texto que me mandó hace mucho tiempo: “Te quiero mucho, hija mía”.
Lo leo, y me pongo a llorar.
Lloro porque fue lo último que me dijo, y después no hablamos nunca más. Y desde entonces siempre me pregunto: ¿Por qué le costaba tanto encontrar compañía? ¿No había alguien en el mundo que quisiera pasar un rato con ella? ¿Alguien que la quisiera de verdad?
Mamá pasó años en soledad, sin un amigo o amiga, sin un nuevo novio o marido, sin siquiera un gatito al que cuidar. Y se mató. De tristeza, de frustración, o de miedo… no lo sé, pero yo también me siento tan sola, y en este punto creo que ya no puedo volver atrás.
Quizás me parezca a ella, tal vez yo sea igual de estúpida que mi mamá.
La otra opción es que sea como mi papá: odioso, arrogante. Él era un tipo con problemas de drogas y obsesión por el dinero. Su ecuación era sencilla: “Más dinero, más poder”. Y así, en esa vorágine de ver qué tan larga la tenía, cayó preso.
Realmente creo que nunca conversé con él. A lo sumo habré cruzado un par de frases, pero no hubo intercambio de ideas, por eso no puedo decir mucho. Francamente me parece un imbécil pero, reitero, no estoy en condiciones de dar mi opinión.
Lo único que recuerdo es que él siempre decía que la frialdad es una gran cualidad, pero yo creo que esto es así sólo cuando hay que tirar a matar. Y yo no mato, porque a mí lo que más me gusta es amar. Amar la naturaleza, la soledad, o a los que ya no están.
Igual, ¿por qué hablo tanto de mí? Si yo no sé quién soy, si todavía no me puedo encontrar…
A veces me gusta pensar que el humo del cigarrillo me esconde del mundo, como una cortina tóxica, y que por eso fumo tanto. Otras me imagino desvaneciéndome baldosa a baldosa, como si el peso de mis pasos impactara con una fuerza tan precisa que, cada vez que mis pies chocaran contra el suelo, se desprendiera un poco de mí. En el aire, en el mundo, en las calles de Buenos Aires, y que el viento me termine llevando a cualquier parte del planeta.
Porque yo no puedo irme por mi cuenta. No sé cómo. No sé a dónde.
PARTE 5 https://www.tomasbitocchi.com/2016/04/astrid-parte-5.html
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