miércoles, 26 de mayo de 2021

Todo lo que sabemos sobre el dolor

Estábamos en el desierto, camino a Moynaq. El chofer dijo con lenguaje de señas que había que parar a cargar nafta.

Doblamos por un camino medio perdido y terminamos en una estación de servicio rodeada de alambrado en medio de la nada. Los carteles estaban oxidados hacía quién sabe cuánto tiempo, y la estructura, aunque firme, estaba completamente descascarada. 

El chofer nos dijo que esperáramos fuera de la alambrada, por seguridad. Suya o nuestra, no lo sé.

Mis compañeros de viaje eran una pareja de franceses y una chica belga. Parecía que ya se conocían entre ellos, aunque me dio la impresión que era una amistad de hostel. 

Bajamos del auto y dimos unos pasos. Iba a ir con ellos pero vi a lo lejos una silueta. Un camello caminaba lentamente. Uno solo.

¿Qué hacía un camello dando vueltas sin compañía en medio de la nada?

Bueno, tan obtuso como humano, entendí que, lo que para mí era la "nada" para el camello podría ser su hogar. 

Obnubilado con la situación, me acerqué a mis compañeros de ruta y les dije "miren, ¡un camello!". Miraron hacia donde señalé, y fingieron interés con convicción. El problema es que el interés duró tan poco, que terminé por no creerles. 

"Ya vimos muchos en Marruecos", me dijo el francés, y continuaron hablando entre ellos. 

Volvimos al auto y encaramos hacia Moynaq. En este pueblo semi abandonado había un mar que se secó y, en esa catástrofe, habían quedado barcos abandonados en la arena. 

Paramos en lo que era el mirador del puerto, y me apoyé sobre la baranda. El olor de la sal se asomaba al olfato con timidez. Algo del todo quedó en la nada. El mar presagiaba su regreso, o quizás se estaba despidiendo. 

El silencio del lugar era funerario. En Moynaq había ocurrido una catástrofe, y nosotros estábamos parados sobre su víctima. 

Sin embargo, la quietud se quebró por gritos de mis compañeros. Estaban ya en la parte seca del mar, bromeando mientras se colgaban de los barcos, o pateándose arena entre ellos. 

Los miré extrañado, y me dio la impresión de que yo estaba fuera de lugar. Quizás no era un lugar de luto, quizás la transformación del mar en desierto era algo para celebrar: Su nueva forma, su nueva utilidad como atracción turística. Sus barcos como pieza de juegos, la arena como arma de broma. 

Tal vez, el futuro estaba en esta nueva etapa: Aceptación de la catástrofe. Como cuando perdés una extremidad y, pasado determinado tiempo, ya empezás a hacer chistes al respecto. 

Es la naturaleza humana, bromear para sobreponerse.

Paseé por el mar seco y luego nos sentamos en el mirador del puerto. Nuestro guía nos preguntó qué queríamos hacer. Teníamos la opción de ir al museo de Moynaq, y todos aceptaron. "¿Quieren ver el pueblo?", indagó. 

-No, no hay nada en este pueblo, vamos al museo así ya volvemos -dijo el francés.

-Podríamos ir caminando hasta el museo, como para ver qué hay. Es bastante pintoresco Moynaq, además son unas pocas cuadras -sugerí.

-¿Qué querés ver en el pueblo? -preguntó el francés.

-No sé, no sé qué hay, pero se puede explorar, no sé si tenemos tiempo... -dije.

-Sí, hay tiempo -aseguró nuestro chofer.

-No sé, votemos -sugirió el francés.


Como era de esperarse, perdí 3 a 1. 

Llegamos al museo, donde nos atendió una señora que específicamente se preparó para nosotros, y nos contó brevemente mediante señas algunas cosas que no entendimos. Todos asentimos con la cabeza ante ella, y enseguida empezamos a recorrer el sitio.

El museo estaba hecho, si tengo que adivinar, por gente del pueblo que quiso documentar la historia de Moynaq y su declive. No recuerdo si tenía alguna insignia estatal pero, por cómo eran los museos en la capital del país, me inclino a que era algo más casero. 

Esto, en consecuencia, hacía que todo estuviera un poco menos pulido. 

Durante este pequeño tour, permanecí cerca de mis compañeros de viaje, un poco con intención y otro poco por casualidad, ya que el recinto era un ambiente dividido por un par de columnas donde se apoyaban estantes con elementos de exposición. 

La chica belga estaba tentada de risa por los dibujos que ilustraban a los peces (a falta de fotos, supongo) que estaban en el mar antes de que se secara. 

Ciertamente, las ilustraciones no parecían tener mucha precisión. Sin embargo, me pregunté cómo podía reírse de eso. Llegás a un pueblo donde la población perdió su fuente de trabajo (la pesca) debido a una tragedia, y tu reacción ante lo que los locales cuentan sobre su dolor es... ¿Reírte? 

No lo puedo entender. Hasta puedo entender la risa en tu casa. O cuando estés a solas. Pero, ¿en el lugar de los hechos? ¿Será que tener tantas comodidades desde que naciste te hace insensible al dolor ajeno? 

En promedio, una persona criada en Bélgica o Francia suele tener la vida mucho más sencilla que alguien que lo hace en Latinoamérica. Y, quizás, el no conocer el dolor del empobrecimiento te hace no comprender la magnitud del fenómeno. 

Ya no por ser apático, sino por lisa y llana ignorancia. Porque quieras o no, en nuestras tierras casi todos conocimos a los que más sufren. Fueron o son amigos nuestros, viven cerca de casa, o simplemente representan la mitad de la población, como es el caso de Argentina.

Ellos no tienen esa experiencia. 

Y me pregunto, ¿no es mejor para ellos que no conozcan la pobreza? ¿No es mejor para ellos que no sepan qué hay al otro lado de su reino de paz? 

Si vos pudieras borrar todo lo que sabés sobre el dolor, ¿lo harías? ¿Te harías inmune (aunque fuera por ignorante) a todo lo que lastima? 


Pensalo.

Pensalo de vuelta.

¿Y? ¿Encontraste alguna razón para decir que "sí"? 


Yo tampoco.






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