jueves, 16 de julio de 2020

El local de ropa


-Señor, ¡hey, señor! -gritó una mujer, mientras subía por la escalera del subte.

El anciano se dio vuelta y la miró.

-¿Usted tiene planeado vivir para siempre? -preguntó ella, con mal modo.
-¿Cómo dice? -respondió, con la voz luchando por salir de su cuerpo.
-Que si tiene planeado vivir por siempre, ¿ahora me entiende? -replicó, levantando el tono.
-No, señora, ojalá, así vería a mis nietos crecer.
-¿Y entonces por qué carajo camina tan lento?
-Camino tan rápido como puedo.
-Si no puede caminar más rápido use el ascensor en lugar de la escalera, así no me demora.
-No hay ascensor en esta estación, señora -dijo el anciano, que continuaba ascendiendo hasta la superficie.
-Bueno, use la escalera mecánica entonces.
-No funciona, ¿no lo vio? Está cerrada.
-Entonces viaje en colectivo o, mejor, pague un Uber, ¿me va a decir que laburó toda su vida para que, a su edad, tenga que seguir usando el transporte público?


La gente que estaba detrás de ellos comenzó a increpar a la mujer para que dejara de molestar al señor.

-¿Y ustedes qué se meten? ¿Saben que le están pagando la jubilación a este tipo, no? Lo menos que pueden hacer es reclamarle que use las vías correspondientes, así no nos demora cuando estamos apurados.
-¡Dejá de romper los huevos, flaca! -pidió groseramente alguien que estaba a unos metros.
-Ah, claro, ahora se me vienen a hacer los políticamente correctos. Se están cavando la tumba solitos, infelices.

Una vez que salió a la avenida, la mujer apresuró el paso y caminó unas cuadras hasta llegar a un local de ropa. Al ingresar, se acercó al mostrador, y saludó a la empleada:

-¡Hola Yani, mi amor! Perdoná que haya llegado tan tarde, pero es que en el subte un viejo de mierda me hizo la vida imposible.
-Pero Marce, estoy acá varias horas más, no hay apuro.
-Ya sé, pero me gusta agarrarte en este momento del día, así podemos charlar sin que te acapare ninguna gorda buscando talles ja ja.

Yanina hizo un gesto con sus ojos, insinuando algo hacia su costado derecho.

-¿Qué pasa? ¿Hay una gordita? -susurró Marcela, ante lo que la empleada asintió, y ahí ambas observaron a una mujer que estaba mirando prendas.
-¿Decís que nos escuchó?
-Sí, Marce, nos relojeó re feo encima.
-Debe ser una envidiosa, no todas tienen cuerpos perfectos como los nuestros, ja ja, ¿no, Yani?
-Seh, bueno, ¿me contabas del subte?
-Nada, un viejo pelotudo, y encima la gente se ponía de su lado. Lo que pasa es que no se bancan la honestidad, ellos quieren que les den palabras perfumaditas y en un lindo envoltorio, y yo no soy así, yo voy de una, de frente, la verdad sin filtros.
-Claro -atinó a decir Yanina, con gesto de confusión.
-¿Entendés lo que te digo? Prefieren todo suavizado, ¡y yo soy sin anestesia! Ja ja.
-Sí, hablás sin filtro, entiendo.
-Exactamente, bueno, ¿y vos, qué tal?
-Cansada, hace como dos semanas no tengo franco porque echaron a una compañera, y ahora estoy yo sola todo el día, salvo viernes y findes, que supuestamente voy a estar con una venezolana que arranca mañana.
-Qué bueno, ¿no?
-¿Qué cosa?
-Digo, el ímpetu y cultura de trabajo que tienen los venezolanos. A veces veo argentinos quejándose de que no hay laburo, pero estos extranjeros son la viva imagen de que el que no trabaja es porque no quiere.
-Eh, ponele. Digamos que los venezolanos vienen porque su país está hecho mierda y los gobierna un idiota, lo que prácticamente los obliga a aceptar cualquier salario.
-Claro, por suerte acá no pasa.
-Ja ja ja.
-¿Cuál es el chiste?
-Ah, perdón, pensé que estabas haciendo una broma. Mala mía. Che, ¿y vos todo bien, tu vida en general?
-Sí, y hoy arranqué re contenta porque terminaron de rehacer la vereda de mi departamento, ¡no sabés lo linda que quedó! -celebró Marcela, mientras una madre y su hija adolescente entraban al local.
-¿No me contaste esto antes?
-Sí, el año pasado, pero ahora la hicieron de nuevo.
-¿Y de tu vida? O sea, más allá de la vereda…
-El pesado de mi marido está igual que siempre, que me toca el culo, que quiere sexo, y yo le saco las ganas con mucha comida, así se duerme rápido.
-¿No te gusta tener sexo con tu marido? Perdón si es desubicada la pregunta…
-Yani, te cuento un secreto: ¡La gente casada no tiene sexo! Los únicos casados que tienen sexo son los pobres, pero sólo porque es uno de los pocos placeres que pueden darse en su miseria. Por eso tienen tantos hijos que no pueden mantener, ¿entendés?
-¿Y te gusta vivir así, sin tener intimidad con tu marido?
-Una aprende a disfrutar de otros goces, como el verse linda, por ejemplo, por eso vengo siempre a visitarte y llevarme algo nuevo ja ja -explicó, guiñando el ojo de manera cómplice- Che, ¿y dónde está ese señor que siempre me mira? Quiero saludarlo.
-¿Ricardo? Me dijo que iba al baño, pero eso fue hace como veinte minutos -dijo Yanina, mientras dos hombres entraban al local.

Entonces, Ricardo apareció.

-Hola Ricardo, ¿cómo le va? -preguntó Marcela, con tono seductor.
-Hola señora, qué gusto verla de nuevo, todo muy bien, ¿usted? -respondió, un poco nervioso y con mucha humildad.
-Muy bien, pero ahora que puedo hablar con usted, me encuentro mucho mejor.
-Je je, gracias señora, es muy amable.
-¿Sigue casado? ¿O ya está disponible para mí?
-Sigo casado, señora, pero igualmente podemos conversar, si gusta.
-Ay, Ricardo, por supuesto que podemos conversar, pero me gustaría hacer otras cosas también, ¿me entiende?

Ricardo miraba nervioso, y Yanina se reía por lo bajo.

-¡Es una broma, Ricky! Sé que está casado, jamás me interpondría entre usted y su esposa, ¿qué clase de persona se piensa que soy?

Todavía nervioso, Ricky rió, y pidió permiso para continuar con su trabajo en el local.

-Qué lindo le queda el uniforme, hay algo de ese hombre que me encanta -contó Marcela.
-¿Sabías que es su primer laburo en seguridad? Cerró la fábrica en la que trabajó como 20 años, y tuvo que buscarse otra cosa -explicó Yanina.
-Es un cambio para bien, porque dudo que estando todo sucio en una fábrica se viera mejor que ahora.


Antes de que Yanina pudiera contestar, los dos hombres que habían entrado al local se acercaron al mostrador rápidamente, aunque uno se quedó algunos pasos detrás del otro. Marcela, mientras tanto, se movió hacia el lado de la puerta, donde casualmente estaba Ricardo.


El primer hombre, el que estaba al frente, habló, dudoso:


-Hola, eh…
-Hola, ¿qué andabas buscando? -respondió la empleada, con una expresión de horror contenida en su rostro.

El hombre mostró sutilmente una pistola, y Yanina quedó perpleja.

-Tranquilita y sin hacer quilombo, ¿cuchaste?

Yanina abrió la caja, y le dio los tres mil y algo de pesos que tenía.

-No me alcanza esto, dame tu billetera y el celular.
-Es que, ay, la puta madre, la tengo atrás, la tengo que ir a buscar -dijo Yanina, al borde del llanto.
-El celular lo tenés ahí, ¿te hacés la viva?
-No, no, perdón. Tomá, acá tenés.

El ladrón miró a su alrededor, y levantó la voz.

-Se ponen todos contra este rincón, y me van dando celulares y billeteras.

La madre con su hija, y la mujer a la que Marcela había llamado “gorda” siguieron las instrucciones y entregaron sus pertenencias. Así lo hizo también Yanina, que había regresado con su billetera.

-¿Dónde están la vieja y el de seguridad? -preguntó el primer hombre a su compañero, que no respondió - Dale Mudo, andá a buscarlos.

El Mudo recorrió el local, pero cesó su tarea cuando empezó a ver cómo se cerraba la cortina metálica del local, dejándolos a todos encerrados. Entonces, detrás de un perchero salieron Marcela y Ricardo.

-Ustedes dos, negros de mierda, están jodidos porque ya llamé a la policía -juró Marcela, con tono heróico.
-¿Qué boqueás, atrevida? -replicó el primer hombre- Mudo, ¡agarrala!

El Mudo no reaccionó.

-¿”Mudo”? ¡Ja ja ja! ¿Así les ponen sus madres? -burló Marcela.
-Es un apodo, cheta de mierda, le decimos El Mudo porque casi nunca habla -explicó el primer hombre.
-Ah, mirá qué interesante, ¿y tu apodo cuál es? ¿”Secundario incompleto”? ¡Ja ja ja!
-El mío es El Turco -dijo con orgullo El Turco.
-¿”El Turco”? ¿Y qué tenés de turco, si se puede saber? No vale decir que es porque sos negrito como ellos, ja ja.
-Negro tengo el choto, vieja de mierda, y si seguís jodiendo te lo voy a meter en la boca para que cierres el orto.
-Mirá qué bien, eh, me vas a meter tu “choto” en la boca para cerrarme el culo. Qué bien armada la frase, te felicito, sos una mente maestra. Ahora te hacés el malo pero, cuando llegue la policía, vas a empezar a llorar y pedir por favor que te dejen de pegar. Ya lo vi mil veces esto en los videos que me mandan al Whatsapp, son unas lacras tramposas.

El Mudo miró a El Turco y le insinuó que había que hacer algo con la cortina metálica.

-Vos, vigilante, abrí la puerta -exigió El Turco a Ricardo.
-No, no la abras -dijo Marcela- Va a quedar cerrada hasta que venga la policía.

El Turco sacó su arma y apuntó directamente a Ricardo. Casi sin intervalo, fue corriendo a abrir la cortina, pero el botón no parecía funcionar.

-No anda, no abre -lamentó Ricky.
-¿Cómo que no abre?
-No abre, señor Turco, le pido disculpas, inténtelo usted si quiere, no anda.

El delincuente se acercó y apretó el botón, pero nada ocurrió. Marcela, sonriente, molestó:

-Cagaste, ahora vas a tener que pensar cómo salir, ja ja.
-Basta Marcela -dijo Yanina, desde el rincón de los robados- La cortina metálica tiene una puerta, yo tengo la llave, por favor váyanse, ya les dimos todo lo que teníamos.

El delincuente accedió a la idea, pero antes le pidió una bolsa para llevarse lo robado.

-¿Ni bolsa trajeron? Son de cuarta -acotó Marcela.
-¡Callate Marcela! -gritó Yanina.

Una vez que tuvieron la bolsa, Yanina los escoltó a la puerta. Sin embargo, cuando sacó la llave de su bolsillo, Marcela se las arrebató, y las arrojó por una de las rendijas de la cortina, dejándolas al borde del cordón de la vereda, fuera del alcance de todos.

El Turco la miró con odio, y prometió: “Ahora te voy a hacer cagar”.

Sin mediar más palabra, le encajó un puñetazo en el estómago, y después se las ingenió para tirarla al suelo. Le sacó todo lo que le pareció útil de su bolso, y luego amagó a patearle la cabeza, pero Ricky intervino, y empujó al delincuente contra la pared.

-¡No se meta con la señora! ¡Ya le dimos todo lo que teníamos! ¿No se pueden ir y listo? -vociferó el guardia.
-¿Y a dónde querés que nos vayamos, si no hay salida? Y vos no nos diste nada, largá la billetera y el celular.

Ricardo mostró su celular, y su billetera con 10 pesos y una SUBE.

-¿Ese celular de mierda tenés? -preguntó el delincuente, indignado- Ya fue, dame la SUBE y la plata, tu teléfono no me sirve.
-Disculpen pero, ¿no podrían simplemente levantar la cortina con sus brazos e irse? -preguntó la madre, a lo que los delincuentes reaccionaron positivamente.

“A ver, Mudo, ayudame”, pidió El Turco, pero no pudieron abrirla.

-Si querés te ayudamos -sugirió Yanina- No da que nos quedemos todos acá adentro, menos después de que nos hayan robado, es medio incómodo, ¿no?.
-Intentemos eso -adhirió la madre.
-Che, pará, ¿Marcela está bien, Ricky? -consultó la empleada.

Ricardo se puso cerca de la golpeada, que le dijo en voz muy baja que estaba bien pero que, de momento, le costaba un poco hablar.

-Sí, está bien, hay que darle un ratito a que se recupere nomás -calmó el de seguridad.
-Ok, bueno, ¿vamos? -invitó Yanina.

Todos se levantaron, menos la denominada “gorda”.

-¿Nos venís a ayudar, por favor? -preguntó Yanina.
-No, son delincuentes, encima de que me roban, ¿los tengo que ayudar? -susurró.
-¿Cómo te llamás?
-Rocío.
-Escuchame, Rocío, mejor que esto termine cuanto antes.
-Pero si esa Marcela llamó a la policía, ¿no es mejor esperar? Digo, si estamos encerrados, recuperamos nuestras cosas y ellos van presos. En mi celular tengo todo, mi vida entera, no puedo darlo así porque sí -añadió, en voz baja.

Yanina miró hacia un costado, e hizo un gesto pensativo.

-Ok, cambio de planes. Vamos a hacer de cuenta que levantamos la cortina, pero sin hacer fuerza, ¿ok?
-Dale.

Ambas fueron a “colaborar” en la tarea colectiva, y así intentaron un par de veces. La cortina se levantó sólo un poco, pero no lo suficiente como para que los ladrones pudieran irse.

-¡¿De qué mierda está hecha esta cortina?! ¡La re calcada concha de tu vieja! -gritó El Turco.

Así intentaron numerosas veces, pero en ninguna tuvieron éxito. El Turco pateó la cortina varias ocasiones de la bronca: “¡Si llega a venir la policía, todos ustedes van a ser rehenes, y los voy a matar uno por uno por joderme la vida, manga de pelotudos!”, dijo, mientras El Mudo seguía sin hablar.

-Vigilante, preguntale en cuánto le dijo la policía que venía -dijo El Turco a Ricky.
-Dice que no es un delivery, que no te avisan cuánto tardan -contestó, luego de escuchar la voz disminuida de Marcela.
-Mudo, hablemos un toque.

Ambos delincuentes se fueron contra un rincón lo suficientemente distante de los asaltados, y comenzaron a deliberar en voz baja:

-Cuchame, si caen los cobanis, les devolvemos los celulares y la billetera a todos, y estamos cubiertos, ¿tamo’?

El Mudo asintió con cierta duda, y ambos volvieron con los rehenes.

-¿Puedo ir al baño? -pidió Yanina.
-Mi hija y yo también necesitamos ir -sumó la madre.
-Y yo, me estoy meando- añadió Rocío.
-¿No querés ir vos también, vigilante? -bromeó amargamente El Turco con Ricardo- Dale, vayan.


Mientras se turnaban para ir, El Mudo se acercó a Marcela, y se puso de cuclillas a su lado. Era mucho más alto que ella, por lo que el contraste entre ambos era llamativo. Primero le tocó la cara como si fuera plastilina, después quiso bajarle la blusa, pero la mujer reaccionó:

-No me toques, inmundo.

El Mudo la tomó del cuello y comenzó a apretar. Marcela pegaba (como podía) patadas y puñetazos para defenderse, lo que generaba la sonrisa del delincuente, cuyos dientes estaban destrozados. Instantes más tarde, la soltó, y le clavó la mirada brevemente, hasta que se levantó y tomó distancia. Cuando pudo recomponerse, la ahorcada lo insultó unas cuantas veces, pero él no se inmutó.

Esta escena sólo la vieron la madre y su hija, ya que El Turco estaba custodiando el baño, que estaba siendo usado por la empleada del local, mientras en la puerta esperaban Rocío y Ricardo (que al final sí quería usarlo). Luego de todos ellos, irían ellas dos, que estaban al final de la fila.


Cuando todos estuvieron nuevamente en el salón principal del local, El Turco le preguntó a Yanina por las cámaras de seguridad, pero le dijo que ninguna funcionaba, que eran ornamentales. Desconfiado, las arrancó.

-Si las arranco, se borra la grabación -le dijo a El Mudo, que respondió con un gesto de negación que su compañero no alcanzó a ver.
-¡Este enfermo me manoseó y me ahorcó! -gritó Marcela, de repente.
-¿Quién? -preguntó Yanina.
-Este enfermo que está acá -insistió, señalando a su agresor.
-Mudo, ¿le metiste mano a la vieja? -consultó su colega.

El Mudo asintió.

-Bueh, y para mí no hay nada, ¿no? Ja ja, guacho atrevido.
-¡Me llegás a tocar y te mato! -se defendió Marcela.
-¿Quién te va a querer tocar a vos, vieja chota? Yo quiero a esta, mirá las tetas que tiene -comentó, mirando a Yanina.
-No, por favor, dale, ya nos robaron, no hagan cualquier cosa, en serio, no es nuestra culpa que no hayan podido salir -pidió la empleada del local.

El Turco encaró a Yanina y le puso la punta de su pistola sobre su rostro. “Levantate la remera y mostrame las tetas”, exigió. Yanina se quedó dura.

-La podemos hacer fácil o difícil, vos elegís -propuso el agresor.
-Por favor, no me hagas hacer esto…
-Mudo, vení, grabá con el celu, así lo mandamos al grupo de los pibes.

El Mudo se posicionó y comenzó a grabar.

-Dale, mostrá las tetas -insistió el delincuente.

Yanina, muy lentamente, se levantó la remera, y pudo vérsele el corpiño y parte de sus pechos. “¡Pelá las gomas, o me vas a obligar a hacerlo a mí!”, le exigió el atacante, tras lo que la chica lloró y volvió a pedir clemencia, pero no obtuvo respuesta. Pasados algunos segundos llenos de sollozos, empezó a seguir la orden hasta que, inesperadamente, un zapato cayó sobre la cabeza de El Turco.

Al otro lado estaba Marcela, con su calzado por la mitad, mirando con odio al ladrón: “¿Violador también? Metete conmigo si te dan las pelotas, negro de mierda”. El Turco se acercó violentamente apuntando su arma hacia la cabeza de su enemiga, amenazándola de muerte una y otra vez.

-Dale, dispará, cagón.
-¡Te voy a matar, seguí jodiendo y te vuelo la cabeza!
-Ya te dije, ¡dispará, cagón!

En medio del duelo verbal, Ricardo se arrojó sobre la pistola, y logró hacerse con ella. Enseguida apuntó al ladrón.

-¡Matalo! -gritó Marcela, y Ricky disparó sin dudarlo.

Sin embargo, nada ocurrió.

-¡Matalo Ricardo, matalo! -insistió la mujer, y él nuevamente jaló el gatillo, sin que hubiera efecto alguno por segunda vez.
-Esta pistola es de mentira -dijo el guardia de seguridad, azorado.

Sin vacilar, Rocío agarró un cinturón que estaba a la venta, y lo usó para tomar del cuello a El Turco. Yanina se sumó al ataque, y así lograron reducir al delincuente, con un poco de ayuda de Ricardo. La madre y su hija no se involucraron.


El Mudo, ante esta situación, tomó distancia.


-¡Y vos quedate ahí, quietito, o te agarramos también! -gritó Marcela, mientras se volvía a poner su zapato.
-¿Qué se piensan, que pueden venir a chorearnos y jodernos la vida porque sí? -añadió Rocío- Ahora es nuestro turno de joderlos a ustedes, manga de animales.
-Yani, ¿estás bien? -indagó Marcela, a lo que Yanina, todavía con lágrimas en sus ojos, dijo que “no” con sus gestos- Ay, no, vení mi amor, ya está, ya pasó, está todo bien ahora -calmó, mientras le pasaba la mano por su espalda, y luego se dirigió al delincuente atrapado- Ya no sos tan malo ahora, ¿no? Bestia.
-Mudo, ayudame -pidió, como pudo, El Turco- ayudame, Mudo, por favor.
-¡Ni se te ocurra, quedate ahí! -ordenó Marcela.

El Mudo sacó de su pantalón una pistola, y apuntó a quienes retenían a su compañero.

-Ja ja, sí, claro, ¡contate otro! -provocó Marcela.

Entonces, El Mudo apretó el gatillo, pero esta vez fue un arma de verdad. Todos se alejaron de El Turco, y quedaron en silencio.

El tiro efectivamente había salido pero, con tanta mala suerte para el ladrón, que la bala le había pegado a su compañero, matándolo al instante.

El Mudo cayó de rodillas y se agarró la cabeza. Se mordió los labios pimero y después respiró con mucha intensidad, hasta que finalmente emitió sonido: “¡La puta madre que me re mil parió!”.

Pasados unos segundos, se recompuso y le habló a Marcela:

-Vas a llamar a la policía para decirles que fue una joda, que nadie está robando acá, agarrá tu celular de la bolsa.

Marcela se negó.

A paso ligero, El Mudo enfiló hacia Ricardo, y le exigió ponerse de rodillas. “No me haga nada Mudo, por favor”, rogó, mientras adoptaba la posición solicitada.

-¿Vas a llamar? -preguntó nuevamente.
-No, lo menos que merecés es ir a la cárcel. Y más ahora que mataste a una persona.

El delincuente apuntó directamente a la cabeza de Ricky, y miró a Marcela, que se mantuvo firme en su postura. Sin más, disparó, y Ricardo cayó de frente contra el piso.

Yanina pegó un grito desgarrador, y se deshizo en lágrimas. La madre y la hija se taparon la boca casi simultáneamente, y Rocío quedó congelada. Marcela sólo atinó a mirar hacia otro lado, con gesto de dolor.

-¿Vas a llamar a la policía? -insistió El Mudo.
-No -sentenció Marcela.


El asesino se acercó esta vez a Yanina, pero ella corrió rápidamente hacia el baño, y trabó la puerta desde adentro. Debido a esta jugada, cambió de objetivo, y ahora la víctima sería Rocío, que pidió a Marcela: “Dale, loca, hacé lo que te dice”, mientras temblaba.

-No, no lo voy a hacer, alguien tiene que mantenerse firme, si no este tipo hoy mismo sale caminando hasta su casa, ¡si nuestro sistema de justicia es una puerta giratoria! -insistió Marcela.
-¡¿Estás enferma o qué mierda te pasa?! ¡Nos va a matar a todos! -gritó desde atrás la adolescente, que seguía junto a su madre.
-¡No te metas, pendeja! -retó Marcela.
-¡Me meto porque por tu culpa nos van a matar a todos, llamá a la policía como te dijo y dejate de joder! ¡¿Tanto por un celular y unos mangos?!
-¡Son los principios! Vos tendrás mente cortita porque sos chiquita, pero yo veo a futuro y, si dejamos pasar cosas como las que está haciendo este tipo, más adelante lo que nos espera es peor.
-Señora, por favor, ¡deje de decir sandeces! ¡Llame a la policía y deje la proyección a futuro para otra ocasión! -intervino la madre de la adolescente.
-¡Váyanse a cagar ustedes y la gorda esta, por gente como ustedes así está el país! ¡Yo muero en la mía! -vociferó Marcela, con rabia.
-¡Justamente a usted no es a la que quieren matar! Ya tenemos dos muertos tirados acá, y usted pregonando estupideces, ¡haga lo que le dicen! -redobló la madre.

Entonces, El Mudo volvió a disparar, y esta vez se cargó a Rocío.

La madre y la hija empezaron a gritar, pero se callaron cuando se vieron apuntadas por la pistola. Marcela, airosa, comentó:

-¿Tan mal se van a poner por una gorda? Hasta le hizo un bien.

El Mudo rió.

-Sos una enferma -agredió la adolescente.
-No estoy enferma, digo las cosas de frente, que es algo que nadie puede hacer porque quieren quedar bien con todos.
-¡En-fer-ma!


De repente, se escuchó una sirena de policía, aunque sólo por un instante. El Mudo corrió hacia la cortina metálica, y vio a un patrullero detenido en la calle.

Con gesto alterado, corrió detrás del mostrador, y le preguntó a los gritos a Yanina cómo se ponía la música. Una vez que le dijo (también gritando), encendió el sonido y lo puso a un volumen considerable. Volvió a mirar por la cortina metálica, y notó que ahora había dos patrulleros.

El asesino se agarró la cabeza y miró a su alrededor, particularmente hacia el cuerpo de El Turco, su ex compañero de trabajo, y suspiró. Instantáneamente, sacó un encendedor de su bolsillo, y empezó a prender fuego todas las prendas que estaban en los percheros. La madre y la adolescente gritaban algo, pero no llegaba a oírse por la música. Marcela seguía en su lugar.

El Mudo se acercó al cuerpo de El Turco y, mientras decía unas palabras, le cerró los ojos y le besó la frente. Luego se acercó al baño, y pegó un par de tiros a la puerta. No llegó a escucharse si Yanina gritó.

Después regresó al salón principal, y apuntó hacia la madre y la hija. La primera le hizo una señal de pedido de clemencia y, tras mirar cómo las llamas se hacían cada vez más grandes, las pasó de largo, hasta ir directamente hasta Marcela, que estaba haciendo fuerza para abrir la cortina metálica, aunque inútilmente.

El Mudo la agarró del pelo y la llevó hasta una de las pocas partes donde el fuego todavía no había llegado en el salón principal. Con el rostro enrojecido por el calor y las paredes barnizadas por la luz de las llamas, el delincuente golpeó violentamente con su arma a Marcela, hasta dejarla con muy pocas fuerzas.


Entonces, la música se detuvo.


-Este es el final, Marcela, llegó la policía.

Ella rió torpemente.

Con brusquedad, le metió su pistola en la boca, apuntando hacia su paladar.

-No hay vida después de la muerte, Marcela -dijo El Mudo.
-Eso no lo sabés -contestó, babeando, y con las llamas reflejadas en sus ojos.

Finalmente, disparó, volándole la cabeza.

El Mudo, entonces, miró a su alrededor y puso el arma en su boca. Tras unos segundos de estar con gesto dubitativo, la sacó. Sin embargo, al mirar nuevamente al cadáver de El Turco, realizó el mismo movimiento con mayor velocidad, como forzándose a no echarse atrás, y apretó el gatillo. El Mudo cayó al lado de Marcela.

La madre y su hija, al observar la muerte de ambos, corrieron hacia la cortina metálica, y empezaron a llamar a los policías. Si bien estaban los patrulleros, no se veía a ningún oficial, hasta que uno salió de una pizzería que estaba en la vereda de enfrente, sosteniendo una porción de una de muzzarella.


Al escuchar nuevamente los gritos, el hombre cruzó la calle y, mientras el humo salía del local, le preguntó a la madre qué pasaba.


-¡¿Cómo que “qué pasa”?! ¡Nos robaron, hay muertos, y se está prendiendo fuego el local!
-Cálmese señora, enseguida llamo a los bomberos
-¡Ayúdenos por favor! ¡¿No ve que nos vamos a morir?! ¡¿No escucharon los tiros, los gritos, y tampoco vieron el humo?!
-...
-¡¿Por qué no hicieron nada antes, qué carajo les pasa?!
-Tranquila, señora, ahora busco a mis compañeros y la ayudamos.


El policía terminó su porción y pegó un grito para llamar a sus compañeros. De la pizzería salieron tres hombres más, que primero llamaron a los bomberos, y luego intentaron levantar la cortina metálica. De la misma manera que los ladrones y sus rehenes, tampoco lo lograron.


Para cuando llegaron los bomberos, todos adentro del local de ropa estaban muertos.

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