Hace 10 días que llegamos a Ushuaia con Mariana. Serán tres meses en el último rincón de Argentina, tras los cuales todavía está por definirse a dónde iremos.
Bajamos del avión y tomamos un taxi para ir a desayunar en el centro de la ciudad. Nos llevó Jaqueline, una brasileña que vino en los '90 a Ushuaia a probar suerte, y se enamoró de las montañas. Estaba notoriamente maquillada y tenía las uñas largas, brillantes y coloridas.
Nos preguntó si veníamos de vacaciones, y Mariana le contó que nos íbamos a quedar para trabajar (desde casa), y de ahí salió una buena conversación.
Mariana es mucho mejor que yo sacando charla. A mí no se me da naturalmente, y terminan mirándome con incomodidad o pensando que soy tarado. Me da gracia que me miren así, de alguna manera, es un juego que ya tengo incorporado.
La taxista nos dijo que acá siempre hay trabajo disponible, incluso con el crecimiento demográfico que experimentó Ushuaia en los últimos años. También sugirió que habría buenas oportunidades de inversión para quien quisiera poner un boliche para mayores de 30 años, ya que los de esta ciudad, según ella, están copados por adolescentes y veinteañeros/as.
Si alguien tiene la tarasca, ya sabe en qué invertir acá.
Y por si alguien está pensando en venir a Ushuaia y se pone a leer lo que escribo para formar una opinión, le preguntamos también cuál es la clave para saber si te gusta la ciudad para vivir o no, y esta fue su teoría: "Tenés que venir en invierno. Si pasás el invierno y aun así te gusta Ushuaia, entonces quedate".
Luego de la amable charla, Jaqueline nos dejó su tarjeta personal para que la llamáramos en caso de necesitar sus servicios, y nos saludó con alegría mesurada. Entonces, caminamos hasta a la puerta del café donde queríamos desayunar, y nos dimos cuenta que todavía estaba cerrado.
"Bueno, vamos a otro", dijimos, y empezamos a caminar hasta llegar a un restaurante-café muy bonito. Entramos, vimos los precios, y lloramos.
Sin embargo, como era el único que encontramos abierto, estábamos cansados y queríamos desayunar, nos mandamos. Elegimos lo más barato: Café con leche y dos medialunas.
Con valentía, hicimos el pedido y, 26 minutos después, nos lo trajeron. El local estaba vacío.
El tiempo de entrega fue flojo, pero aprovechamos ese rato para descansar y charlar sobre cuánto estaba tardando el pedido.
Entonces llegó la siguiente etapa: Ir a nuestro alojamiento. Para eso, usamos la conveniente app de colectivos de Ushuaia, que te dicen en cuánto tiempo pasan por tu parada. Nos tomamos el colectivo y nos maravillamos con el paisaje increíble que vimos durante el recorrido.
Después de 15 minutos de viaje, bajamos en nuestro barrio, y caminamos hasta el complejo donde alquilamos.
Nuestro departamento está ubicado en la parte oriental de la ciudad, casi en los límites. Días antes de llegar, nos dieron una clave para ingresar sin necesidad de pedir llaves, y por eso supusimos que la cosa iba a ser medio impersonal.
Sin embargo, nos equivocamos.
Nuestro arrendador, Alberto, me dijo por mensaje que se sorprendió de que ya hubiéramos llegado.
Alberto es un hombre muy limpio y resolutivo. El complejo del que es dueño está impecable, lo limpian dos veces por semana, y cada departamento es una oda a la pulcritud. No parece convivir con nadie salvo (de alguna manera) con sus inquilinos y, por ahora, creemos que es carpintero, ya que tiene un taller y lo hemos visto trabajar con madera.
Parece ser también muy organizado, ya que encontramos 4 carpetas con toda la información necesaria para saber cómo se hacen las cosas en esta casa. Se aprecia este tipo de perfil.
Horas más tarde, tuvimos un problema con Internet, y finalmente le conocimos la cara. Luego, conversamos:
-Ni me di cuenta de que habían llegado -reiteró, ya cuando terminaba de arreglar nuestro problema de conexión.
-Perdón, es que no sabíamos bien cómo era el procedimiento, como era con clave, supusimos que entrábamos directamente. Tampoco vimos a nadie adelante, así que intuimos que era un método moderno e impersonal de alojamiento -expliqué, nervioso, mientras Mariana miraba cómo tropezaba con mis propias palabras- y de verdad no sabíamos qué hacer, por eso ingresamos así, sin más -agregué.
-Podrían saludar... -sugirió Alberto, con algo de incomodidad, aunque invitándonos a la expiación.
-Sí, tendríamos que haberlo hecho, mil disculpas Alberto, no me di cuenta -insistí, sabiendo que me había equivocado.
-No, todo bien -cerró él, con tono de reconciliación. Apenas terminó la frase, se fue.
Nos cayó muy bien.
Ya habiendo aprendido la lección de saludar cuando llegamos, nos embarcamos en la tarea de recorrer la zona.
El departamento está ubicado entre depósitos, corralones y concesionarias, cerca de la ruta que lleva a Tolhuin. Las calles de nuestro barrio son de tierra, y el polvo abunda en el aire. Rara vez nos cruzamos con personas caminando, aunque sí las vemos en sus autos.
Una de nuestras preocupaciones en Ushuaia eran los precios de las cosas, por eso nos aliviamos al darnos cuenta que a unas cuadras hay supermercados donde conseguimos productos a bastante buen precio (por ejemplo, medio kilo de yerba a 160 pesos). En el centro, por lo que hemos visto, la situación es un poco más cara, aunque se pueden conseguir cosas que en nuestra zona escasean.
En fin, tenemos toda la emoción de estar recién llegados a una tierra de bosques frondosos, valles de ensueño y montañas imponentes. Nuestras mentes azotadas por el encierro de la pandemia quizás puedan sanar un poco entre tanto aire fresco. Ojalá que sí.
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