Cuando era niño leí un poema.
Hablaba sobre las ruinas de una ciudad triste
arrasada por la guerra.
De cómo de la sangre derramada sobre la tierra
crecerían flores negras.
Y que no habría futuro,
por mucho que el autor
o toda la humanidad entera
así lo quisieran.
Lo leí en un papel arrugado en primavera,
amarillo por el paso del tiempo,
mezclado entre intimaciones por las deudas,
y un libro que hablaba de la revolución
húmedo por el agua
que caía de las goteras.
Ese año nos mudamos con mis abuelos
y mientras papá se moría de vergüenza,
el nonno me pegaba si lo interrumpía
o si comía con la boca abierta.
Un día él encontró mi poema,
y mientras hacía un fuego en el jardín,
le pregunté si lo había visto.
Sin hablar, señaló las llamas,
y todos los versos
con el humo se fueron.
Y también mi niñez.
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