martes, 28 de junio de 2022

La muerte de los hijos nuestros

Llovía horriblemente pero mi papá decidió cavar igual. Le dijo a mi mamá que había que honrar a nuestros muertos, mientras salía con la pala en una mano y la escopeta hecha mierda en otra.

Horas después, entre los dos llevaron la bolsa donde estaba metido el cuerpo de mi hermano, y lo intentaron acomodar con la mayor suavidad posible. Mi mamá lloraba a los gritos, pero el ruido de la lluvia contra el techo amortiguaba su lamento. Abría la boca y se movía con desquicio. 

Entonces, se puso de rodillas y le pidió a Dios que la perdonara. Pero Dios no existe, o no la perdonó. 

Mi papá, para dar fin al funeral, disparó con la escopeta hacia el cielo. Tal vez por eso mi mamá no tuvo redención. 

A partir de ese día, la casa permaneció prácticamente en silencio. Mamá sólo me hablaba para darme indicaciones y mi papá ni siquiera me miraba a los ojos. Cuando lo saludaba a la mañana apenas movía la cabeza.

Dos meses después, salí a jugar a la pelota con mis amigos del barrio, y nos fuimos a un polvorín que había atrás de la fábrica abandonada.

Una vez que nos cansamos de pelotear, nos sentamos a merendar gaseosa con papas fritas, y en esa ronda dos chicos del otro equipo se burlaron de mí porque a mi hermano lo mató un perro. "Habrá pensado que era un hueso, si era re flaquito", decía uno, y el otro agregaba, entre risas: "Era flaquito porque no le daban de comer, ¿no viste la casa en la que viven?". 

Mi primera reacción fue levantarme y pegarle una patada en la cara al que habló en segundo término. El chico cayó instantáneamente al piso y, para mi sorpresa, el resto del grupo se volvió contra mí, y tuve que salir corriendo para que no me lincharan. 

Cuando estuve lo suficientemente lejos del polvorín, dejaron de perseguirme porque temían que les robaran la gaseosa y las papas si no las cuidaban. Sólo uno continuó detrás mío, y me gritó que frenara porque quería decirme algo. Finalmente paré, y me explicó: "Te hicieron un chiste nomás, no te calentés así". Asentí con la cabeza y, ante su pedido de que volviera a la ronda con ellos, me opuse argumentando que tenía que volver a mi casa. 

Era otoño y la belleza de los árboles anaranjados volvía el atardecer completamente hermoso. Me gustaba sentir cómo mis pies pisaban las hojas caídas y las hacían crujir. A veces ensayaba ritmos con ese sonido, pero no era muy bueno al respecto. 

A pocos metros de llegar a mi casa, vi que mi papá estaba sentado en la puerta de casa, como solía hacer. Tenía su mate y sus bizcochos pero, con terror, vi que del costado sacaba la escopeta y, acomodándola con muchísima dificultad, se voló la cabeza. 

Quise avanzar pero no pude. Mi cuerpo no respondía. Me temblaron las piernas y me caí. No podía levantarme, pero di mi mayor esfuerzo para reponerme. En mi cabeza, tenía que asistir a mi papá, en caso que estuviera vivo.

Me acerqué a su cuerpo y vi la parte superior de su cabeza destrozada. Se me llenaron de lágrimas los ojos y me metí a mi casa, donde encontré a mi mamá en su cama, con una almohada en la cabeza, muerta. Mi papá le había pegado un tiro antes, amortiguando el ruido del escopetazo con la almohada. Nunca supe si ella dormía cuando eso pasó.

Como no teníamos teléfono para llamar a una ambulancia, corrí casa por casa hasta que, después de varios intentos, alguien me abrió. "¿Qué querés, nene?", me dijo una vieja maleducada. 

"Ayuda, mi mamá se lastimó", fue lo único que me salió decir. 

"Que la ayude tu papá", increpó.

"Mi papá no puede ayudarla", respondí y estallé en llanto.

"Ah, tu mamá es de esas, pobrecito. Bueno, dale vamos a tu casa y ayudo a tu mamá", contestó, bajando un cambio.


Insistí para que llamáramos a una ambulancia, pero no me hizo caso hasta que llegamos a la puerta de mi casa. Una vez ahí, y dándose cuenta de la gravedad de la situación, la señora me tapó los ojos y me llevó a su hogar para que finalmente hiciéramos la llamada. 

Me senté al lado suyo y, mientras la señora me agarraba la cabeza, yo escuchaba cómo describía la escena a la operadora. 

Aunque al comienzo estaba en pánico, en ese momento me invadió la calma, y realmente creí que los doctores iban a salvar a mis papás. "Mamá y papá van a estar bien, los doctores curan todo, ellos saben un montón", pensé y pensé, hasta que me quedé más tranquilo. 

Y entonces repetí: "Mamá y papá van a estar bien".

Pero no fue así. 


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