lunes, 27 de septiembre de 2021

¿Por qué me prohibieron entrar a Kazakhstán durante un año?

 Almaty, Kazakhstán, 00:07. Próximo destino: Kiev, Ucrania. Año 2016.


Llegué 5 horas antes que saliera mi vuelo. En parte porque siempre llego tempranísimo a los aeropuertos, y también porque calculé mal con el taxi. La última vez que había pedido uno en Almaty, había demorado alrededor de una hora en pasar a buscarme. No quería correr el riesgo de perder el avión pero, al final, el coche llegó a tiempo, y no me quedaba otra que matar unas cuantas horas ahí.

Antes de entrar, con mochila puesta y todo, me prendí un cigarrillo, y me acerqué al cenicero. Ahí estaban cuatro kazajas altísimas. En Almaty podés encontrarte muchas chicas así, pibas que pasan el 1,80 con rasgos medio coreanos, blancas como la nieve y a veces teñidas de rubias. A pesar de haber pasado muchos días en la ciudad, nunca terminé de acostumbrarme al hecho de cruzarme gente así. Alguien dijo por ahí que siempre es bueno no perder la capacidad de asombro.

Más tarde, el grupito se fue, y yo les seguí instantes después. Crucé la entrada, y me hicieron pasar la mochila por un control de rayos X. “Abra la mochila”, me dijo una policía. “¿La grande o la pequeña?”, le pregunté y, con cara de orto, me replicó: “Ahora vas a abrir las dos”.

Le mostré mis dos mochilas. La pequeña no llevó mucho tiempo, ya que es casi un bolso de mano, pero la otra demoró un rato más largo. Después de mirarme todo lo que tenía adentro, sacó una tableta de ibuprofeno empezada del bolsillo de adelante, y me preguntó:

-¿Qué es esto?
-Ibuprofeno.
-No sé qué es eso, ¿son narcóticos? –replicó, bajando la cabeza y levantando las cejas.
-No, no, son medicinas, para el dolor de cabeza –contesté enseguida, más que nada con gestos, con terror de que pensaran que era un narcotraficante en un aeropuerto.
-¿No es narcótico? –insistió, mientras otro oficial se acercaba a observar qué estaba pasando.
-No, oficial, es para el dolor de cabeza -insistí, nuevamente con muchos gestos.

Desconfiada, acercó la tableta a su nariz, olfateó un par de veces, y volvió a clavarme la mirada: “Está bien, podés pasar”, esgrimió, despachándome. Particularmente, me moría de ganas de preguntarle por qué agarró sólo los ibuprofenos, siendo que tenía cualquier cantidad de medicamentos en ese bolsillo. Pronto entendí que no hubiera sido buena idea.

Volví a empacar las cosas en mi mochila, y tomé asiento. Me quedaban unos cuanto tengues (moneda de Kazakhstán) para gastar, así que fui al kiosko, y los liquidé en cigarrillos. Entré y le pedí a la empleada los cigarros. Como los números eran muy pequeños, no podía ver el precio, pero sí la marca:

-¿Me das dos cajas de esos? –dije a la kioskera.
-Ok –contestó, mientras los agarraba.

La chica los puso en el mostrador y, con una calculadora, me mostró el precio. Eran muy baratos.

-Ah, pará… Te llevo dos más –pedí, señalando el mismo sector del que había sacado las cajas.
-Ok.

La piba guardó las dos cajas que le había solicitado, y las cambió por otras dos, de la misma marca, volviendo a quedar en el mismo precio final. La miré, extrañado, y pregunté:

-¿Y las otras dos?
-Dos cajas, este es el precio.
-No, ya sé, pero quiero llevar cuatro.
-¿Cuatro?
-Sí, cuatro.
-¿Y POR QUÉ NO ME DIJISTE ANTES? –arrojó (o algo parecido), levantando la voz notoriamente.

No contesté, y me dio las cuatro cajas. Una vez que le pagué, le hablé en mi mínimo ruso:

-No entiendo...
-¿Hablás ruso? –preguntó.
-Muy poco. No entiendo por qué me hablaste así…
-No me gusta mi trabajo -creo que dijo.

Le hice un gesto de “Ok, todo bien”, y me fui. Todavía quedaban varias horas para liquidar en el aeropuerto.




Durante mi primera estadía en Kazakhstán, antes de cruzar al vecino Uzbekistán, no había tenido ningún problema. De hecho, llegué a pensar “Al final, lo que leí en Internet sobre los kazajos no era tan así. Son bastante amables”. Lamentablemente, cuando regresé de Tashkent (UZ) a Almaty, sentí que quizás me había apresurado al cuestionar a la todopoderosa Internet.
Para volver, en lugar de tomar un avión, hice la misma travesía que a la ida: Tashkent-Shymkent-Almaty. Sólo que, en esta ocasión, hice todo el tramo en tren.

Cuando el transporte frenó en la frontera uzbeka demoró muchísimo tiempo, pero no hubo mayores inconvenientes. En adición, toda la tonelada de papelerío que me habían hecho tramitar no me la pidieron. Gracias por nada.
Pronto avanzamos hasta el sector kazajo, y enseguida empezamos a escuchar como golpeaban los costados del tren. Segundos más tarde, se escuchó un pitido de silbato, y un guardia subió al vagón, gritando no sé qué carajo en ruso, y después (también a los gritos) empezó a ir cabina por cabina diciendo “DOKUMENT, FAMILIA”, tras lo que había que darle el pasaporte, y decirle tu apellido.
Cuando llegó mi turno, miró mi pasaporte, y me dijo: “¿Argentina? Blej –simulando como si fuera a escupir o vomitar- ¿Argentina? ¿Familia?”.

-Bitocchi –le contesté.
-No, no es así. Aquí dice BitoCHI, no BitoKKI –fue su devolución, todavía eufórico.
-Es un apellido italiano.
-¿Entonces sos italiano o argentino? ¿Eh?
-Argentino. BitoCHI está bien –apuré, notando que este tipo era un energúmeno total.

Se llevó mi pasaporte, y me dio la mini tarjeta de registración para completar (es un papelucho, y lo tenés que guardar). La completé de la misma forma que había hecho la primera vez que entré al país. Diez minutos más tarde, regresó al vagón, y examinó cabina por cabina, hasta llegar a la mía.
Cuando lo tuve nuevamente frente a mí, le di el papel, y me miró con odio absoluto:

-¿POR QUÉ NO COMPLETASTE ESTO? –indicó, señalando dos espacios que había dejado en blanco.
-Cuando llegué al país por primera vez, el mes pasado, el oficial me indicó que no completara esos campos, ya que no tengo hijos ni tampoco tengo una visa que solicitar.
-¿Y A MÍ QUÉ ME IMPORTA?
-…
-DAME UNA LAPICERA –exigió, y le di la mía. Intentó escribir un par de veces, y realmente la birome andaba para la mierda. Volvió a mirarme con odio- ¿ES UNA LAPICERA ARGENTINA, NO?
-No sé –atiné a decir.
-SÍ, ES ARGENTINA. BLEJ, BLEJ –esbozaba, otra vez emulando un escupitajo o vómito- YO TENGO MI LAPICERA RUSA, DE PRIMERA CALIDAD. ASÍ ES CÓMO SE ESCRIBE.
-…
-A VER, ¿HIJOS?
-No.
-¿VISA?
-No.
-¿TAN DIFÍCIL ERA? BLEJ, ARGENTINO –agredió, luego de anotar con su elegantísima birome rusa, y se largó.




Ante este tipo de sujetos, sobre todo cuando son policías, prefiero mantener la cara de piedra, cosa de no darles excusa para que me golpeen o algo por el estilo. De cualquier manera, moría de ganas de contestarle algo como: “¿Qué te pasa, boludo? ¿No te gusta Argentina? ¿No te gusta Messi? Andá a mirar Borat, que es el único atractivo turístico que tenés, y por lo menos me hace reír, no como vos, cobani amargo mala leche troglodita hijo de la URSS”. Por suerte, no lo hice, y el tipo se fue sin apalearme.
Pronto, el tren arrancó.

En definitiva, habiéndose enturbiado para esa altura mi aprecio por los kazajos, creí conveniente simplemente sentarme en la zona de espera del aeropuerto, mientras miraba una telenovela ¿rusa?; que trataba de una mujer que era la jefa de un grupo de mafiosos, y que se andaba cobrando ciertos favores. Estaba actuada en clave Estevanez.

Preso de un embole absoluto, me paré a mirar la pantalla de vuelos y, con sorpresa, vi que estaban haciendo el check-in para el de Kiev. Si bien faltaba bastante, agarré mis cosas, y fui a hacer el tramiterío.

Una vez realizado, dudé, dudé y dudé, hasta que me decidí a hacer el control de pasaporte, para dejar legalmente Kazakhstán. Hice la fila, y enseguida fue mi turno. La chica me sacó la foto, revisó mi pasaporte y, antes de sellármelo, frenó el procedimiento. “¿Tarjeta de registración?”, pidió, y se la di. Una vez que la miró, canceló el sellado de mi pasaporte, y enseguida entendí que esa madrugada sería muy larga.

-¿Dónde está el registro de migraciones? –me dijo.
-Ahí están los sellos, son dos, en la tarjeta de registración –expliqué, señalándoselos.
-No, esos no –insistió, con un pobrísimo inglés- Otro registro, cinco días, migraciones.
-¿Querés llamar a alguien que hable inglés? Así nos entendemos mejor.

La chica llamó a un policía muy relajado, bastante joven, que me saludó, y luego me tradujo:

-Señor, lo que ella pregunta es dónde está el registro de migraciones.
-¿Qué es eso?
-Es un registro que tiene que hacer cuando está más de cinco días en el país.
-Pero yo no necesito visa, ¿tengo que hacerlo igual?
-Se hace aunque no necesite visa.
-¿Dónde lo puedo hacer?
-Ya es tarde, señor, han pasado siete días desde que llegó a Kazakhstán.
-¿Y qué puedo hacer?
-No se preocupe, podrá salir del país, aunque debe esperar a que mi compañera haga un pequeño procedimiento.
-Te agradezco muchísimo tu ayuda.
-No, por favor, un placer poder servirle.

La chica del control de pasaporte hizo unas cuantas llamadas, hasta que finalmente apareció alguien que le trajo unos papeles, que llenó con un pequeño texto, y luego me hizo firmar. Me sacó una nueva foto, y otra vez se dispuso a sellarme el documento. Sin embargo, algo la detuvo una vez más:

-Señor, esta es su segunda vez en Kazakhstán…
-Sí, ahí están los sellos de entrada y salida de la vez anterior –comenté.
-Cuando usted salió la vez anterior del país, ¿había hecho la registración tras los cinco días de estadía?

“Carajo –pensé- ¿Qué le digo?”. Si le decía la verdad, se me venía la noche pero, si mentía y lo descubría, directamente iba preso. Me la jugué:

-No. No hice la registración esa vez.

La chica me miró con desconfianza.

-¿En serio?
-Sí, en serio –confirmé.
-¿Y tampoco lo hizo durante esta segunda estadía?
-Tampoco.
-¿Por qué no lo hizo?
-Porque realmente no sabía. Si hubiera estado al tanto, lo habría hecho.
-Señor, le voy a pedir que espere allí –solicitó, señalando un punto específico al lado de la pared. Ahí me paré, mientras ella todavía tenía mi pasaporte en su cabina, y hacía una llamada por teléfono. Instantes más tarde, llegó un policía.
El hombre me saludó en ruso, y le contesté. Me preguntó si hablaba el idioma, y le dije que no. Tras esto, me miró a los ojos varios segundos, y después me dio unas vueltas para ficharme. Me miraba la ropa, las zapatillas, y cualquier otra cosa que le llamara la atención. Para ese momento, mi mochilota estaba despachada, por lo que sólo tenía mi bolso de mano y una bolsa con souvenirs.

Después de la intensa relojeada, el policeman se fue, y volví a quedar solito contra la pared, pero no por mucho tiempo. El mismo tipo de hacía un rato regresó, pero acompañado por otro policía con el que, de alguna forma, nos comunicamos:

-No te registraste a los cinco días –lanzó.
-No.
-¿Por qué?
-Porque no sabía.
-¿Por qué no sabías?
-Porque nadie me avisó.
-¿No? Mirá… -dijo, mostrándome la tarjeta de registración- Aquí dice en ruso, kazajo e inglés: “A los cinco días deberás registrarte”.

Mi cara se transformó, al tiempo que no podía creer lo boludo que había sido, de no leer el maldito papel. “Tenés razón”, fue lo único que pude contestarle, haciendo un gesto de “¿Quién me mandó a ser tan imbécil?”. El sujeto me puso cara de lástima, ladeó la cabeza, y se fue.




Rato más tarde (ya había perdido la cuenta del tiempo) se acercaron dos militares. Uno armado, y el otro con un perro. No sé bien si el perro me olió porque era lo que el tipo le encomendó, o si lo hizo simplemente porque ya estaba ahí. Ambos me miraron fijo durante el proceso casual o premeditado del canino, y el que tenía la ametralladora me preguntó: “¿No registración?”. “No”, contesté, tras lo que recibí otro examen ocular de los milicos, y se fueron.

Volví a quedar solo en mi lugar de penitencia, y pronto el militar que antes llevaba al perro volvió a pasar por el pasillo (ya sin el animal) y, mientras caminaba, me dijo “estás en problemas, ja ja”, riendo cínicamente.

“¿Qué mierda pasa?”, me dije, pensando dónde estaría el flaco que había traducido inicialmente a la chica del control de pasaporte. Mi primer atisbo fue acercarme a la cabina, y pedirle a la piba que lo llamara pero, apenas amagué a dar un paso, vi a mi derecha cómo un policía (el mismo que me había relojeado la primera vez) me observaba fijamente.
El sujeto se dio cuenta que casi doy un paso, y se acercó casi corriendo al grito de “¡¿Qué estás haciendo?!”. “Disculpá, quería preguntarle a ella si podíamos llamar a algún traductor”, respondí, pero el tipo fue determinante: “¡Te dijimos que te quedaras acá!”.

Pedí perdón, y me quedé quietito. Pasados algunos minutos, apareció el policía traductor, junto con el que me vigilaba. El primero en hablar fui yo:

-Perdón que te moleste con esta situación, pero no entiendo qué pasa…
-No se haga problema, para mí es un placer ayudar –me juró.
-Muchas gracias. Entonces, ¿qué pasa?
-Lamento decirle que está en graves problemas.
-Uf, ¿qué hice?
-¿Recuerda que antes le dije que, ante la irregularidad en el registro de migraciones, mi compañera sólo debía hacer un pequeño procedimiento?
-Sí.
-Bueno, eso era así. El problema es que yo no sabía que usted ya había salido antes del país. Según entiendo, usted salió para Uzbekistán, y luego volvió.
-Exactamente.
-Y usted en esa primera estadía en Kazakhstán tampoco se había registrado luego de cinco días.
-Eso mismo.
-Bueno, eso conlleva pena de prisión en nuestro país.
-Oh por Dios… ¿Qué puedo hacer?
-Mi consejo es que espere aquí, y que no haga alboroto. Tampoco saque el celular. Espero que no haya tomado fotos del aeropuerto.
-Ok. ¿Y mi vuelo?
-Señor, tiene cosas más graves por las que preocuparse ahora.
-Esperaré aquí entonces, ¿vos podés ayudarme con las traducciones?
-Depende quién se encargue del asunto. Si los militares se involucran, lamentablemente no podré estar ahí.
-¿Cómo es tu nombre?
-Alik.
-Gracias, Alik.
-De nada.

El policía bueno se fue, y quedé a solas con el otro, que seguía mirándome de arriba abajo. Luego volvió a su punto de vigilancia, aunque sin quitarme los ojos de encima. En este punto, los nervios empezaban a escalar, pero sabía que no podía quebrarme ni entrar en crisis, porque en las denominadas “fuerzas de seguridad” siempre hay muchos sádicos dando vueltas.

Ahí sí me tocó esperar un rato bastante prolongado en soledad, hasta que apareció un policía que no había entrado en escena hasta ese entonces. Era considerablemente más alto que yo (mido 1,91), y se acercó a mí como si estuviera marchando. Me dijo algo, pero no le entendí, y siguió caminando. Apenas dos pasos después, frenó, se dio vuelta, y me gritó. Nuevamente, no entendí que dijo, pero supuse que tenía que seguirlo.

Dimos un par de vueltas, y terminamos en una oficina. El sujeto me dejó ahí.




Era una oficina sin nada en especial a simple vista, pero algunos detalles empezaron a aflorar, conforme avanzaban los minutos: Una especie de calcomanía con la cara de Putin (presidente de Rusia); otra de Nursultan Nazarbayev (presidente de Kazakhstán); una estampita con la bandera de la Unión Soviética; y una medalla con la cara de Lenin. Sí, estaba en las fauces del león.

Esperé (de pie) un rato largo más, y después cayó una mujer gigantesca por donde se la mirara, de voz gutural y rostro fantasmagórico. Regia como una montaña, ingresó caminando con armonía militar, y tomó asiento.

-¿Hablás ruso? –preguntó.
-No, disculpe.
-Pero me estás contestando en ruso.
-Sí, pero sólo sé decir esto.
-Entonces no me digas que no hablás en ruso.
-Disculpe.
-¿Qué te acabo de decir?

A partir de ahí, no hablé más. La mujer tenía mi pasaporte en sus manos, y estaba completando un formulario en el escritorio. Eran como cuatro páginas, y parecía no terminar más. Una vez que finalizó, me preguntó (como pudo) en inglés:

-¿Por qué viniste a Kazakhstán?
-Por turismo.
-¿Por qué estuviste dos veces?
-Porque desde aquí entré y volví de Uzbekistán.
-¿A qué fuiste a Uzbekistán?
-A hacer turismo.
-En tu pasaporte dice que hace mucho te fuiste de Argentina. ¿Por qué dejaste tu país?
-Para hacer turismo.
-¿Dónde trabajás?
-En un sitio web.
-¿Sitio web? ¿De qué? ¿Farmacia?
-¿Farmacia?
-Sí, medicinas.
-No.
-¿Tecnología?
-No.
-¿Pornografía?
-No.
-¿Periodismo?
-No.
-¿Dé qué es?
-Recursos humanos.
-No sé qué es eso. ¿Por qué no fuiste a migraciones para registrarte?
-No sabía que había que hacerlo.
-¡LO DICE EN LA TARJETA! –gritó, de repente.
-…
-¿ENTENDÉS?
-Por supuesto.
-¡NO HAY QUE ROMPER LAS REGLAS DE KAZAKHSTÁN! ¡NADIE DEBE ROMPERLAS!
-Estoy de acuerdo.

Ahí la mina empezó a vociferar algo que no entendí, y así varias frases, hasta que le dije que realmente no entendía lo que me decía. “¿No podemos buscar un traductor?”, le pedí, en medio de su bronca. Siguió gritando, y la interrumpí con un “Alik, Alik habla inglés, por favor”.

La mujer se retiró, y luego volvió con Alik, que me saludó:



-Hey, señor, con que sigue en problemas, ¿eh? Je je.
-Sí, no entiendo qué me dice, ¿podrías ayudarme?
-Claro.

El policía le preguntó a la mina qué pasaba, y la mujer arrancó un monólogo larguísimo, con un par de golpes a la mesa y gestos de indignación. “Dice que no deberías romper las reglas de Kazakhstán, que tiene razones para enviarte a prisión”, me explicó el flaco. “Por favor, decile que no quise romper las reglas, que jamás querría faltarle el respeto a Kazakhstán”, le rogué.
Alik trasladó mi mensaje, pero la respuesta de la señora fue tajante: “No me interesa”. Me agarré la cabeza, y jugué una de las cartas de emergencia:

-Ay, mi madre me mataría si supiera que rompí las reglas –casi que susurré.

La oficial, enfurecida, preguntó qué dije. Alik tradujo. Ella repreguntó.

-Ella pregunta a qué te refieres con que tu madre te mataría –tradujo el policía.
-A que estaría muy avergonzada si supiera que rompí las reglas, yo debo honrar a mi madre, porque me ha dado la vida. En esta bolsa aquí, ¿ves, esta? Le llevo souvenirs, porque sé que le gustan.

Alik volvió a traducirle a la señora, que miraba desconfiada. Y continué:

-Pedile mis más sinceras disculpas, en nombre mío y de mi familia, por favor. Si no tengo forma de evitar un castigo, te pido por favor, Alik, si podés enviarle los souvenirs a mi madre, sería muy importante para ella –dije, levantando la bolsa.

El flaco volvió a traducir. La súper mujer seguía mirando desconfiada, aunque con intriga. Su mirada se fijó en la bolsa, y persistí:

-Mirá, aquí te muestro algunos regalos –comenté, mientras abría la bolsa- Aquí tengo una representación de un edificio histórico de Uzbekistán; aquí un pañuelo de seda de su color preferido; y aquí algunas medallas que le gustarán –seguía, mientras sacaba las cosas. La última que saqué fue una medalla de Lenin.

El policía bueno, una vez más, tradujo, y la señora preguntó: “¿Lenin?”. “Sí, Lenin”, dijo él.

Luego de dudar unos segundos, la oficial hizo un gesto con la mano como “No, dejá, no saques más cosas”, y agarró un formulario distinto al anterior. Éste era más corto.

Una vez más, se abocó a llenarlo, mientras yo guardaba los souvenirs en la bolsa. Alik, mientras tanto, parecía dudar entre si decirme qué pasaba, o si dejar que el silencio hiciera su trabajo. Lo miré de reojo y, por debajo de la línea de visión de ¿su jefa? me hizo un gesto con la mano, para que esperara.

Al rato, cuando el formulario estuvo completo, la señora me lo entregó, y me pidió que firmara. Le pregunté a Alik qué decía: “En tu lugar, firmaría”, fue lo único que atinó a responderme. No me animé, porque estaba absolutamente todo en cirílico, y temía estar accediendo a cualquier cosa. Ante mi pausa, la mujer volvió a gritar: “¡FIRMÁ, FIRMÁ!”. Y bueno, firmé.

Ya con mi firma en todas las hojas del formulario, la mujer explicó algo, y Alik tradujo: “Acabas de comprometerte a que, durante un año, no romperás las reglas de Kazakhstán”. “¿Eso solo?”, repliqué, confundido. “Señor, esas palabras son una formalidad. Si usted no quiere ir a prisión, mejor no venga a nuestro país durante al menos un año”, explicó, casi risueño. “Entendido”, contesté, tras lo que hice un gesto para saludar a la oficial, que se despidió tanto de Alik como de mí.
Antes de que cruzáramos la puerta, sin embargo, nos frenó, y le dijo algo al policía. “Ella quiere saber de qué trabaja usted”, tradujo, y le contesté: “En recursos humanos”. Esto derivó en una explicación como de diez minutos de Alik, con repreguntas de la mujer. Parece que los RR.HH. son un tópico controvertido en Kazakhstán, ¿no podría haberme inventado otra profesión?

Finalmente, salimos de la oficina, y le agradecí por millones al policía:



-En serio, me salvaste la vida ahí adentro.
-Señor, no es para tanto, las cárceles de Kazakhstán no son tan malas… ja ja –bromeó.
-Ja ja, bueno, te deseo lo mejor, merecés un ascenso después de esto.
-Muchas gracias pero, en serio, no vuelva a este país en el próximo año, no va a pasarla bien.

Nos dimos un fuerte apretón de manos, y me dirigí a la zona de embarque. Enseguida me metí a la cabina de fumadores, ansioso por fumarme diez atados. Encendí el pucho y, pensando en todo lo que había pasado, empecé a reírme solo, ante la absoluta indiferencia de los demás fumadores.

Media hora después, subí al avión. 





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