sábado, 30 de mayo de 2020

Septiembre de 2001



Escrito por Tomás Bitocchi


Era septiembre del 2001. Seguramente fin de semana porque no había ido al colegio, y me la pasé jugando al jenga. Como era el único juego que tenía, el chiste de armar la torre y sacar piezas ya se me había agotado, así que terminaba usándolas para armar otras estructuras.


A veces simulaba que era un escenario de guerra, y ponía los seis soldaditos de plástico que tenía en distintas posiciones, como si en un grupo tan pequeño alguien hubiera decidido armar bandos y matarse entre sí. Para darle algo de sentido al argumento, ocasionalmente sacaba de mi alcancía mi pequeño ahorro de tres pesos repartidos en monedas de diez y cinco centavos, y los hacía pelearse por la plata.

La emoción duraba poco una vez que había que comenzar el juego ya que, al manejar yo los dos equipos de soldados, ya sabía cómo iba a terminar la historia o, al menos, tenía el poder absoluto para decidirlo. Lo entretenido era la construcción del set.

Eventualmente me aburría, y no tenía ningún perro o televisión como para entretenerme. Antes había un equipo de té con el que me divertía un rato, haciendo hablar a las tazas y la tetera entre sí. Empecé con eso porque había visto “La Bella y la Bestia” (donde las tazas, entre otros elementos, pueden hablar) en la casa de un compañero de la escuela, y a mí me hacía gracia inventar conversaciones donde las tazas y la tetera eran re groseras para comunicarse, y decían que su té tenía sabor a “sorete”. Una boludez total, pero me mantenía entretenido y me hacía reír. Nunca más encontré ese equipo de té en casa.

No era la primera vez que faltaban cosas. De hecho, yo sentía que había cada vez menos. Como mis papás se ausentaban con frecuencia, yo intentaba revisar todo en el lapso que tenía entre que se iban y que la vecina llegaba a cuidarme. Esa señora únicamente cocinaba fideos y se iba a dormir apenas terminaba. Prácticamente no me hablaba, así que de alguna manera seguía estando sin compañía.

En una de las revisiones, noté que faltaba una pila de discos de mi papá en su habitación. La mayoría eran de los Beatles, y unos pocos de otros artistas que francamente no recuerdo. Tampoco estaba el reproductor de música (que venía con un tocadiscos incluido), pero ese ya había desaparecido hacía tiempo. Escarbé un poco más pero, estaba tan asustado por la inminente llegada de la vecina (el cuarto de mis padres era un lugar prohibido para mí), que terminé por escapar al living, donde ocurrían mis guerras ficticias de seis soldados.

Ese día mi papá volvió muy apesadumbrado, apenas si dijo dos o tres palabras en la mesa, y tuvo un par de cruces incómodos con mi mamá. “Yo también estoy deshaciéndome de cosas importantes para mí”, le contestó mi vieja, y agregó: “No sos el único que está cansado de esto”.

Tiempo después, la vecina empezó a querer cobrarles por cuidarme, y a mis papás no les quedó otra que llevarme con ellos. Yo les dije que podía cuidarme solo, pero descartaron la idea. Entonces, cada uno agarró una caja llena de cosas, y me indicaron que siempre permaneciera cerca de ellos. “¿A dónde vamos, mamá?”, pregunté, y sólo atinó a responderme que tenían cosas para vender.

Luego nos subimos al tren, y bajamos largo rato después.

Caminamos unas pocas cuadras hasta que llegamos a un punto donde ambos se repartieron la recorrida de las veredas, cosa de acelerar el trámite. Yo acompañé a mi mamá, que tocaba timbre y, apenas le preguntaban qué quería, saludaba amablemente y contaba lo que tenía para vender.

Tras tres cuadras sin éxito, nos abrió una ¿empleada doméstica?, a la que mi vieja le rogó que le dejara hablar con su patrona. Pronto bajó una señora muy paqueta, a la que mamá le repitió su argumento de ventas, y finalmente obtuvo algo de interés cuando mostró un juego de cubiertos y su precio:

-Muy bonitos cubiertos, señorita, ¿de dónde son? -preguntó la mujer.
-Me los regalaron para mi casamiento y bueno, usted sabe, con cómo está la situación, lo mejor que puedo hacer ahora es venderlos -contestó mi madre.
-Ah, mire usted, pero lo que yo le estoy preguntando es de dónde son.
-¿Dónde fueron comprados? -preguntó mi mamá, con gesto confundido.
-No, señorita, de qué país son, porque si son argentinos no me interesan -replicó la señora.
-Eh, creo que son italianos -improvisó mi mamá, que estoy seguro que nunca pensó que alguien pudiera preguntarle el origen de los cubiertos- ¿quiere llevarlos?
-Sí, pero le ofrezco la mitad.
-¿La mitad? Señora, mire la calidad de estos cubiertos por favor. Creo que le estoy ofreciendo un precio justo. Además, ya se lo estoy vendiendo a la mitad de lo que salen nuevos.
-Señorita, parecen de muy buena calidad, pero yo no sé por dónde pasaron y tampoco me puede asegurar que sean importados, así que esta es mi oferta.
-Por favor le pido, estoy desesperada, ¿no puede hacer un esfuerzo y pagar el precio que le dije? -rogó mi mamá, que evidentemente no era buena para las ventas.
-Sí, me doy cuenta que está desesperada… -dijo la mujer, con tono despectivo.
-¿Perdón?
-Y sí, ¿venir con una criatura a mendigar? Me parece de muy mal gusto.
-¿Mendigar? -replicó mi madre- ¡¿Mendigar?! Estoy vendiendo señora, no estoy mendigando.
-Prácticamente me está rogando que le compre. Ni siquiera necesito estos cubiertos, ¿sabe? Sólo estoy aprovechando la oferta.
-Disculpe señora, la dejo tranquila, que tenga un buen día. Vamos, hijo -cerró mi mamá, y le seguí el paso.

Caminamos hasta la esquina, y allí nos sentamos en la puerta de una casa magnífica. Entonces mamá se agarró la cabeza, y empezó a llorar. La abracé, y e intenté confortarla: “Esa señora es un sorete”, dije, y mi vieja se río. “Sí, y está lleno de esas”, me respondió.

Después de varias horas de tocar puertas, regresamos a la estación y tomamos el tren de regreso. Yo iba sentado con mi mamá, y mi papá enfrente. La caja de él estaba apenas un poco más ligera que cuando habíamos salido a la mañana.

Todavía recuerdo su cara de tristeza iluminada por la tibieza del atardecer, agarrándose la frente con sus manos (endurecidas de tantos años de trabajo manual) y cerrando los ojos mientras suspiraba. Esa fue la primera vez en mi vida que pensé en morirme, para que no tuvieran que gastar más plata en mí.

A la noche cenamos una sopa de arroz, y cuando terminamos le pedí a mi mamá que me enseñara a lavar los platos, así ella podía tener una carga menos. Me sentí un poco aliviado de colaborar de esa manera. Luego nos fuimos a acostar.

Pasé toda la noche mirando el techo y buscando formas de dar una mano, hasta que por fin se me ocurrió una idea.

Esa semana en la escuela le pedí a una maestra que me enseñara a armar una caja para guardar mis piezas de jenga, y después le pregunté a una compañera si me prestaba unas témperas para ponerle colores a la cajita. No me las prestó, pero sí me dijo que se ofrecía a pintarla ella, argumentando que lo iba a hacer mejor que yo. Acepté, y en pocos días tuve una caja de cartón pintado para mi juego.

Llegó otro fin de semana de salir a vender y, mientras tomábamos el mate cocido de cada día, les mostré a mis viejos la cajita con el jenga, y expliqué que yo podía vender eso, así no me la pasaba todo el día únicamente estorbándolos en su recorrida. Hasta intenté convencerlos con que la caja la había pintado una compañera que era re buena alumna, como si eso fuera garantía de algo.

Mi mamá enseguida se llenó los ojos de lágrimas, y se levantó para abrazarme. Papá se paró pero se quedó en su lugar, y me dijo que no hacía falta, que con lo que ellos tenían en sus cajas iban a estar bien.

Frustrado por no poder ayudar, corrí a buscar mi alcancía, y vacié mis monedas de diez y cinco centavos sobre la mesa. “Acá tengo tres pesos, se los quiero dar a ustedes, no quiero más que traten mal a mamá porque no le quieren comprar cubiertos”, dije, mirando a mi viejo, mientras me abrazaba mi mamá.

El silencio tomó la casa de repente, y mi vieja agachó la cabeza. Mi papá primero nos observó tristemente, y luego también bajó la mirada. Lentamente, observó la palma de cada una de sus manos, y apretó los labios con frustración. Sin mirarme a los ojos, tomó las monedas y fue a guardarlas a la habitación.



Apenas mi papá desapareció de escena, mi mamá me pidió que me terminara el mate cocido, y me invitó a lavar las tazas si me animaba. Luego se fue al cuarto también, y minutos más tarde salimos, cada uno con su cajita, incluido yo, que volví a pedir que me dejaran llevarla, y esta vez me dieron el ok.

Por un lado estaba motivado porque ahora tenía algo de participación en el futuro de la familia pero, por otro, tenía muchos nervios de que alguna señora me tratara mal como a mi madre. Por eso, cuando llegamos a la estación, me senté con ella a esperar mientras mi papá permanecía parado al lado de su caja, y le pregunté qué tenía que hacer si alguien me trataba así. “Lo mejor es saludar e irte, hijo, la gente que te trata mal no está interesada”, juró mi vieja, y desde entonces aplico este criterio con todo ser humano que conozco.

Mientras esperábamos, yo ordenaba y reordenaba las piezas del juego para ubicarlas en la caja de manera tal que pareciera que eran más de las que realmente había. Cuando escuchamos al tren acercarse, los dos nos levantamos para abordar. Yo ya tenía mi caja en brazos, pero ella tenía que agacharse para agarrarla.
Entonces, miré a mi papá, y me di cuenta que no había levantado su caja del piso, por lo que existía algún riesgo de que se la olvidara. “¡Papá, la caja!”, le grité, y me devolvió la frase con una especie de saludo con su mano.

Cuando el tren llegó, se tiró a las vías.


Hoy, tantos años después, mi mamá sigue recordando ese día. Todavía piensa qué podría haber hecho diferente para que papá no se matara: Si en vez de sentarse se hubiera quedado parada al lado de él; si hubiera estado más atenta; si ese día se quedaban en casa en vez de salir a vender, y cualquier cantidad de escenarios hipotéticos. Sabe que no tiene caso repasar otra vez las opciones, pero no puede contenerse, y hasta se echa la culpa por no “haberlo hecho feliz”. Al final de cada una de estas charlas, termina llorando terriblemente por no haber siquiera podido pagarle un entierro “digno”.

Yo siento que a mi papá lo mató algo mucho más grande que su relación con mi mamá. Algo que él no podía controlar lo empujó afuera del mapa, y trajo a su mente la idea de que todo el esfuerzo que realizaba era inútil, escurriendo así tantos años de trabajo entre sus dedos, y aplastando su autoestima hasta borrarlo de este mundo.

A veces miro a mi alrededor y siento en algunas personas esa misma tristeza que le vi a mi papá en el tren: Sin trabajo, sin plata, vencido por monstruos que no podía combatir (algunos hasta a los que les dio su voto). Y cada vez que pienso en esto, me aterra pensar que, si hoy volviera a vivir, tomaría la misma decisión.

Pero, sobre todo, me aterra pensar que la historia esté condenada a repetirse.




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Gracias ♥ 



 

4 comentarios:

  1. Me encanta tu historia porque es algo parecido a lo que yo vivi de pequeña con mis dos hermanos ���� pero bueno Estamos vivos bien triste de tu padre pero por lo que pude leer le haz sabido sacar el lado positivo att Katherine

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  2. Te mantiene atento hasta el final!! Hermosa y triste a la vez!

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