Hoy tomé un vino que dejaste en casa. Bah, “dejaste”… Lo compramos juntos.
Yo no tomo vino, no tengo el hábito, y tampoco me gusta tanto, es algo que hacía con vos. Por eso, con cada sorbo, te recordé un poco. Su sabor, para mí, está directamente relacionado con vos, así como el mate cocido con el alivio. ¿Te lo habré contado? Pude sortear inviernos crudísimos, por la simple esperanza de tener un mate cocido y un Guaymallén de fruta en la merienda.
Qué curioso que fuéramos tan pobres pero, aun así, hubiera gente más pobre que nosotros.
La pobreza era económica y emocional. Muchas veces escuché decir que la gente pobre tenía algo que los ricos (teóricamente, en su afán de codicia) habían perdido: El amor. En mi experiencia, esto no fue así. De hecho, podría decir que vi todo lo contrario. Por culpa de la pobreza, la gente desesperó, y el amor quedó enterrado bien al fondo.
Mi mamá desesperó, mi papá desesperó, y mis hermanos también. Yo salí “bueno”, decía mi abuela, la vieja más forra que conocí en mi vida y, probablemente, culpable de mucha de la porquería que fue mi mamá, que bien merecida se tiene la bronca de sus hijos.
Papá insistió en mandarnos a la escuela y al comedor (o “merendero”, no sé), pero mi abuela decía siempre la misma pelotudez: Que éramos demasiado “tontos” como mi papá como para ir al colegio, y que no tenía que mandarnos al comedor porque si no la gente iba a pensar que éramos pobres. Parece que la vieja, en sus delirios de grandeza, no se había dado cuenta que, efectivamente, éramos pobres. Y no sólo nosotros, sino todo el barrio.
Me encantaría que mi abuela reviviera, para volver a festejar cuando se muera.
“No seas resentido”, me decías siempre, pidiéndome que aprendiera a perdonar. Yo no quería perdonar, sino olvidar. Vos me ayudabas a sentirme mejor, a creer que valía algo, a vivir feliz. Tenías la mente abierta y el amor como motivo de vida.
Por primera vez en mis años de vida, había dejado de sentirme una mierda.
¡Ah! ¡Era tan obvio que estaba enamorado de vos! Se notaba en cómo necesitaba besarte con suavidad, contarte cómo me sentía, apoyarte si lo necesitabas, y caer en tus brazos si estaba inseguro. Vos siempre estabas y, mucho más importante, realmente sentía que nunca ibas a irte. Me acuerdo perfectamente de ese día que viniste, y hablaste largo y tendido sobre el amor que me tenías.
Sin embargo, nunca me dijiste “te amo”. Y ahí, como mi familia, desesperé yo.
Te pedía juramentos, promesas, y cualquier cosa que se asomara a una certeza sobre nuestro futuro porque, horriblemente, empecé a creer que te ibas a ir. Mil veces al día te preguntaba si me querías, si estaba todo bien, si me extrañabas, si querías verme, como si esas cosas pudieran variar de una hora a otra.
No fue la primera vez que me pasó, pero sí fue la primera vez que alejé a alguien que me hacía tanto bien. Me encargué yo solito de destruir mi bienestar. Al principio me intentaste ayudar, como siempre, pero después te cansaste. ¿Acaso te iba a culpar por borrarte? Si ni siquiera yo me aguantaba a mí mismo.
Tuve tanto miedo que, torpemente, te agoté, y luego te fuiste de mi vida.
Ahora me quedó un vino nuestro (que guardo hace no sé cuántas semanas) para volverte a sentir, cada tanto, a través de un sorbo. Igual que en su momento el mate cocido, haciéndome olvidar por un rato toda esa vida de miseria, esa de la que todavía no siento haber escapado.
A veces pienso que, en realidad, el miserable soy yo: Arruinado por su historia, boicoteando nuestro amor, y condenado a cometer siempre el mismo error.
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